Sabaneta de Barinas no es llanura: es ceja de monte.
Tierra es, sin estorbo de montaña (aunque no lejos del Ande), vecina del matorral y el monte alto que en días de llovizna propaga el amarillo. “Yo soy como el espinito que en ceja é monte florea, perfumo al que me da brisa y espino al que me menea”, canta Alberti Arvelo Torrealba.
El lugar que así se llama se asemeja al descrito por Julián Padrón en una de sus novelas: un pueblo es una iglesia, una plaza y sus casas. El tiempo, cuando se alía al progreso, se encargará de ampliarlo, de hacerlo profuso. Uno no pasa por Sabaneta: uno busca la rota, el rastro que promete Barinas, la capital, el río Santo Domingo y la historia de la Guerra Federal. Allá, después de las sabanas de La Palma y el sitio de Trapichito queda Santa Inés, su orilla de agua del Torunos, la batalla de Zamora.
Eso sabemos o lo creíamos saber sino fuera porque en ese pueblo de marras anda por las calles terrosas y os perros de César Rengifo un muchacho vendiendo cualquier cosa; en este caso dulcerías. ¿Cuánto zagal de escasos recursos no lo ha hecho o no hace lo mismo? El pequeño anónimo que refiero no tiene mucho que agregar que no fuera su seña de identidad. Va a la escuela (sus padres son maestros) y cuando no vende su vianda de caramelos caseros se empolva en los escampos atrapando pelotas y haciendo de pitcher. Su sueño es llegar a ser un héroe del béisbol. A esa hora eran pocos los testigos que lo sabían, ni historia que la contara.
¿Y qué más? ¿A qué insistir? “A Sabaneta no se llega: uno se va”, me dice un juglar del vecindario. Dejemos que Miguel Otero Silva escriba un poema que casi denuncia la remota presencia de ese vendedor de “arañas” azucaradas: “Era un niño valiente; yo lo había presentido en sus rasgos audaces” (… ) “y se quedó mirando su paisaje”. Todavía no tenía nombre si no fuera como lo llamaban en casa, en la escuela y entre los lugareños: Hugo o Chávez Hugo o simplemente bordón, como llama la verba llanera a los mocosos.
Si en esa ocasión le hubieran preguntado cuál sería su destino no dudaría en responder: ”¡pelotero!”
Nuestra apurada geografía no hubiera alterado mucho su brevedad sino fuera por el hado (ese término inventado por los dioses griegos) que llevaba ya por dentro nuestro personaje. El señalado, claro está, no lo sabía, siquiera lo vislumbraba. Por el momento, sus ansias de alcanzar renombre como lanzador de pelotas en los enfrentamientos del béisbol no lo abandonaban, hasta que cierta vez sus padres le señalaron el camino del cuartel (donde los reclutas solían jugar a la pelota ; entonces, a lo mejor ¿quién sabe?”) y menos porque lo animara el deber de servir a la armada nacional que el de dar pábulo a la promesa de sus padres, el entonces joven Hugo Rafael Chávez Frías, barinés de Sabaneta, vistió el uniforme de cadete.
Mas no serían las canchas del béisbol las que lo aguardaban en la escuela militar sino Simón Bolívar, su vida, su historia y sobre todo su sueño de redentor de pueblos. Desde el más allá lo observaba su bisabuelo guerrillero de los tiempos de Gómez, Pedro Pérez Delgado, Maisanta, a quien la familia trataba de alejarlo del árbol genealógico vilipendiándolo de facineroso y de otros denuestos más indignos.
Cuando pasó la vida y lo vi en la pequeña plaza de Elorza, en los llanos de afuera, era capitán. ¿Que hacía allí, en el limpio de la plaza (no crecía ni un alcornoque, ni floreaba estoraque alguno, ni rama de uvero que fuera), a la sombra escasa de un busto de El Libertador, del tamaño de un muñeco, su maestro de nacionalismo, su profesor de Venezuela libre?. Su voluntad, su determinación, era rendirle tributo al bisabuelo, exhumado del olvido en un libro, escrito por José León Tapia, el médico-escritor (y conciencia de Barinas), Pedro Pérez Delgado, Maisanta, el último hombre a caballo.
De memoria, el capitán de Elorza evocó al caletre el derrotero del ancestro, perpetuado en un poema de Andrés Eloy Blanco. Acaso fuera ese el pretexto que hallara para referirse a Bolívar frente a su Venezuela de hombres a caballo, a los campesinos, a los indios cuiva y a la gente del común que lo oían, y revivir así aquel sueño bolivariano de unir el pueblo y sus soldados en el logro de alcanzar la dignidad libertaria, la anhelada independencia de un absoluto tantas veces interrumpida.
Acaso, desde esa vez, aquel capitán Hugo Rafael Chávez Frías era ya el que no se muere nunca, como hoy y como eternamente.
Luis Alberto Crespo