Cuando México se llamaba Justo Sierra

Hay un México llamado Quetzacoatl, su fundador y Montezuma y muchos otros después, Villa, Zapata, Alfonso Reyes, Rulfo, Paz, también Fuentes, el de Artemio Cruz y muchos más, hasta el charro y el guapango, pero hubo otro, hay otro, a quien Alfonso Reyes cede el lugar -lo dijo en la puerta de atrás de la edición de uno de los clásicos de la Biblioteca Ayacucho- de uno de los creadores de la tradición  hispanoamericana con Bello, Sarmiento, Montalvo, Hostos, Martí, Rodó: es Justo Sierra, Justo Sierra de Campeche, de cuando los indígenas se alzaron en Yucatán y su padre, el oligarca Justo Sierra O´Reilly fue a rogarle a los norteamericanos que los ayudara a someter a esos revoltosos. No lo hicieron sino que se apropiaron de Texas, en 1846 Colorado, California, Arizona, Nuevo México por un puñado de dólares.

Por entonces México no sabía quién era. Ni hasta dónde llegaba ni cómo se desmembraba. El oligarca Sierra O´Reilly, docto, acomodado, funcionario, tuvo un hijo: Justo Sierra, quien viviera desde 1848 hasta 1912. No peleó con Villa mi Zapata, fue el otro México, el del dictador Porfirio Díaz, a quien sirvió con largueza en el campo de la educación y las Bellas Artes y sin cuya presencia y acción humanística y educadora es imposible entender su país y su destino de ayer y hoy.

¿Qué hizo? Lo hizo todo: enseñó a México a escribir y a leer, a pensarse y a imaginar. Inventó escuelas, liceos, universidades, publicó una revista donde la inteligencia y la fantasía nacional y universal transitaban sus páginas, fue profesor, periodista, orador, Ministro de Madero, embajador ante España precursor de la Revolución porque a la sombra de su zafarrancho antioligarca -él, que fue su vástago-se crió y gracias a él México se explica a sí mismo con sus amos, sus indígenas y campesinos, la colonia, la intervención francesa, el fusilamiento de Maximiliano, el latifundismo en que terminó la Revolución y la larga intromisión del liberalismo en el que Justo Sierra tuvo prolongado nombramiento.

Sin Porfirio Díaz, el civilizador personalista, la historia se pregunta qué hubiera sido de este civilizador que con tanta fruición  e indesmayable vehemencia hizo al México entero, la de la incorporación de su pueblo indígena cazado por el hierro y la discriminación, el del campesino ensombrerado de la milpa y el corrío, zapatista los más,  ensombrerado, cantor, eternizado por Diego Rivera en las paredes, legalista y opresor, de civil y charreteras burgués, millonario y empobrecido, feligrés de una Iglesia dueña de almas y de fanáticos, a ratos antimexicano, capaz de venderse al norte que le quedaba a unos pasos nomás.

Sí, fue un caudillo, un caudillo cultural, Justo Sierra y nacionalista por supuesto. Dijo, lo redijo, en palabra y escritura, que había que cultivar a México como si fuera tierra.

Cuando fue ministro de hacienda arriesgó su celo mexicano para enfrentar el peligro político al afirmar que “los ferrocarriles, las fábricas, los empréstitos y la futura inmigración y el actual comercio, todo nos liga y subordina en gran parte al extranjero en lugar de ampararnos a nosotros mismos”.

Creyó a pie juntillas en Augusto Comte. Convenció  a Porfirio Díaz la urgencia de crear un sistema educativo positivista, laico, no rezandero y acólito del Estado, que privilegiara las ciencias, el pragmatismo en la enseñanza de un pueblo que apenas sabía quién era, aparte de Adelita y Lupita. Llamó a los literatos y profesores, esos suspicaces, de obreros intelectuales. Escribió y volvió a escribir el asunto de su pasión redentora como era la historia, de a que hizo una versión para niños. No en vano su obra ineludible se llama Evolución política del pueblo mexicano, a la que la Biblioteca Ayacucho privilegia entre los clásicos.

En su minucioso prólogo, Abelardo Villegas se pregunta si el sistema educativo creado por Justo Sierra pudiera ser la cabeza de una transformación revolucionaria. ¿Quién lo sabe hoy cuando la rebelión de Villa y Zapata por devolverle al campesino sus tierras terminó en el latifundismo y una repartición banderiza del capitalismo?

Para medir el alcance de ese sueño del educador de Justo Sierra hasta que se le detuvo el corazón hemos de transitar por su nostalgia. Acaso la única lectura que eterniza su revolución, su otra -¿verdadera?- revolución.

 

Luis Alberto Crespo

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