Desde el origen y ahora y siempre

De Cayo Hueso, de la Florida, hasta la Habana, la vida de Cintio Vitier fue su primer grito y su último aliento. Nacer fuera del idioma al que sirvió como orfebre de la reflexión poética y la poesía. Apenas duró el tiempo de su infancia porque su devenir fue tierra cubana. Ella lo formó temprano para el deleite, en el hilo del violín del que se distrajo para ofrecer sus dones de emoción y de inteligencia con la poesía como invención y como razonamiento. Poeta muy pronto, Juan Ramón Jiménez suscribió un prefacio (lo llamó músico, acaso porque recordara su instrumento en los días de su adolescencia) a su libro de poemas cuando promediaba sus diecisiete años.

Intuitivo, reflexivo, estudioso, imaginista, su poesía transitó por no pocas revistas literarias de la cuba de los años cuarenta: Clavideño, Nadie Parecía, Espuela de Plata… y hartos momentos con Góngora, Quevedo, Garcilaso, y por supuesto con su “descubridor” Juan Ramón Jiménez, hasta que oyó la verba asfixiada de asma y el deslumbramiento que del humo del habano surgía de los labios de Lezama Lima, de cuyo prodigio surgieran los cuarenta números de Orígenes, primero la revista y dentro de poco el grupo literario, que reuniera a Virgilio Piñera, Rodríguez Feo, Ángel Gaztelu, Gastón Baquero, Eliseo Diego, Lorenzo García Vegas (quien viviera largos días en Caracas) o su próxima y perenne amada, la única mujer del grupo, Fina García Marruz.

Cintio y Lezama Lima, presidían la cumbre del grupo. El gran invencionero barroco y verboso, El forjador del idioma cubano-universal de Paradiso y Oppiano Licario, entre erudición y fabla nacional y planetaria, lo mismo en prosa fantasiosa que en meditación y en civilización poética, con Enemigo Rumor o Fragmentos de su Imán; José Lezama Lima y Cintio Vitier, harían el grupo histórico para los otros nombres que no perpetuaron.

Universitario, callejero, grave y reidor, Cintio Vitier abrazó el recuerdo de José Martí, convivió con su ayer y su siempre, alcanzó una sabiduría martiana de tanto hacerlo suyo. Fue con él su vida y su obra la biografía, el ensayo, la comparación y el símbolo. Lector ansioso, siglo de oro y simbolista con Mallarmé, surrealista con Paul Eluard cuando tradujo aquel poema sobre la libertad. Garcilasiano, íntimo pues de Juan Ramón Jiménez, pero también romántico con Nerval, con Shelley y de poesía norteamericana Wallace Stevens, con sus mirlos.

La Biblioteca Ayacucho se honra en tenerlo en la colección Clásica como cronologista de los títulos de Martí, Nuestra América y Obra Literaria, además de prologuista de este último, y de elegirlo entre los más altos del grupo literario en el tomo 182, Poesía y Poética del Grupo Orígenes.

¿Qué dijo su poesía, la muy elocuente de sus inventos originarios? Al azar hallamos en su obra este tercer encuentro suyo con lo inventivo y su materia para que el siglo de vida y muerte que hoy lo inmaculan no conozca ceniza del olvido:

III

Como un nombre que desprende uno a otro  en la calle

Polvorienta, mordida, fabulosa

Que se empina densamente y se deslumbra

Mientras salta esa voz portadora de mi nombre

Y el deseo huesudo de la marchita loca

Recibe el sol, la luna, los guijarros

Hasta que el mundo es una fría frunia que yo salto irónico.

Hasta que el cuerpo, lo huesudo, el mirón, la amarga yerba. El marchito cuerpo de la huesuda loca bajo el sol. Bajo la nada.

 

 

Luis Alberto Crespo

 

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