El día que fue Chávez para siempre

Los alcornocales y los samanes negros hicieron a Sabaneta de Barinas, entre las calcetas y los palmares que ralean en medio de los espinitos encendidos de amarillo bermejo, apenas empieza a lloviznar. En lo remoto se presiente el costillar andino. Pueblo es Sabaneta, así lo habría llamado Julián Padrón como en su novela Madrugada,  después de hacerlo con su aldea de Maturín: un pueblo es una plaza, una iglesia y las casas del poder civil; pero allá, en las sabanas altas, Sabaneta fue una vez una escuela, una  calle que pasaba y se iba, o acaso dos o tres que le pasaban al lado; un techo a veces de tierra tostada y hojas de palma, una familia, como la de cualquier vecino  y el escaso ajetreo del motor y la uña del caballo.

El destino más visible consistía en amarrar corrales a dos o tres palmos apenas, arrear reses barrosas para el mercado o las barcinas para el ordeño. Había quien regentaba víveres  y frutos o el tufo del taller mecánico.

Por ahí, por alguna esquina, debía de andar un muchacho (un bordón, lo llama e llanero) ofreciendo la delicia de unas conservas. Era el niño campesino de Miguel Otero Silva,

con los ojos inmutables del indio, /Y los rasgos ariscos del negro… (Era un niño valiente; /Yo lo había presentido en sus rasgos audaces).

Por entonces el pueblo consistía entre maneras de aldea y pretensiones de modernidad, el cemento de la avenida, el edificio como engavetado de la cultura petrolera, la quinta, el ventorrillo y el almacén agobiado de urgentes  e inútiles necesidades. Allá anda el muchacho que digo despertando el deseo de unas tortillas dulces con remedo de arañas. Sus padres dan clases en escuelas de fortuna. Si alguien le hubiera preguntado (es un lugar común) quién quisiera ser algún día, el muy delgado vendedor no habría dudado en responder: ¡Pitcher!

¡Cuántos baldíos no empolvaron su ropa y su calzado y cuánto sol no ardió sobre su magro cuerpo mientras lanzaba la pelota o corría las esquinas de la cancha! Era “uno cualquiera de los cien mil niños” pobres del poema memorable.

¿Cómo se llamaba? Se llamaba Hugo Rafael Chávez Frías, como cualquier niño venezolano.

Los griegos inventaron el hado, el ananké y aseveraban que nadie podía escapar a sus designios, pero para el personaje de marras el destino sería, más que griego, una estupefacción y la ilusión de verse renombrado jugador de béisbol le torció otro porvenir: la academia militar.

Lo que siguió abunda y colma las confidencias de la historia y el adjetivo del asombro, en Venezuela y el mundo y huelga remedar su leyenda. Si el pasado de caudillos y envalentonados de nuestras guerras civiles decimonónicas hubiera irrumpido por las otroras calles polvosas de Sabaneta tal vez le hubiera cedido un caballo a aquel muchacho callejero, como lo hiciera con el adolescente justiciero portugueseño que fuera Maisanta (su bisabuelo), en los tiempos gomeros, después de haber vengado el honor mancillado de su hermana, sólo que el cadete Chávez Frías atendería a un muy distinto entusiasmo libertario.

No lo oyó de ningún general de alpargatas sino en las páginas de un libro por donde cruzaba Bolívar. Lo habían divisado los hombres de Venezuela de las tierras llanas en el octosílabo de Alberto Arvelo Torrealba:

Por aquí pasó, compadre,

hacia aquellos montes lejos.

Por aquí vestido de humo

el huracán iba ardiendo

fue silbo de tierra libre

entre la manta y sus sueños.

 

Mírele el rastro en la paja,

míreselo, compañero,

como las claras garúas

en el terronal reseco,

como en las mesas el pozo,

como en el caño el lucero,

como la garza en el junco,

como en la tarde los vuelos,

como la nieve en el pico,

como en la noche el incendio,

como el rejón en la carga,

como la gaza en el rejo,

como la peña en la espuma,

como el rocío en el pétalo,

como el cocuyo en el aire,

como la luna en el médano,

como el potro en el escudo

y el tricolor en el cielo.

 

Y eso bastó.

Desde entonces sabemos hasta dónde se escucha y cunde -y hoy perpetuamos- ese llamado que nos avienta a todos nosotros con él.

Ocurrió, sin que aquel propagador de granjerías por las calles de sabaneta lo avizorara nunca, sino antes y hoy y siempre.

 

Luis Alberto Crespo

 

 

 

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