Fernando Paz Castillo, 1893-1980. De cuando los poetas andaban con un pájaro en la cabeza

No sé por qué se me figura siempre su presencia la de un poeta inglés del siglo XIX, con algo de Yeats en sus cabellos en desorden y el andar pausado de Wordsworth apoyado sobre su bastón de pastor cuya austera robustez corregían algunas talladuras hippies. ¡Ah y esa corbata aventada por la más leve brisa y las mejillas afeitadas con torpeza! Así hacía su entrada a El Nacional de Miguel Otero Silva, siempre puntual en la entrega de su columna semanal, a la que su modestia (la verdadera) nominara Reflexiones de atardecer.

Era de finales del 1893, de la Caracas todavía recoleta, aún con restos guzmancistas, que acaso presentía ya la irrupción de los soldados de alpargatas de Cipriano Castro. Pero fue él, él, Fernando Paz Castillo, más tarde, en 1931, cuando escribiera Hay un perfume/que sólo se siente en las noches claras/¿Es acaso una flor que no hemos visto?; y también el de unas páginas más allá: La vaca con el alba era rosada:/ así la vi en la sierra…/Mas, al regreso entre la tarde gris,/la vaca me parece casi negra que Basho o Weis hubieran suscrito por su dejo de haiku en verso libre y la irrespetada medida del 7-8-7 que exige su métrica en castellano.

Antes solía frecuentar (yo lo vi en una estampa, al lado de los escritores bisoños de La Alborada, no muy lejos de Gallegos y de Salustio: lucía un traje de paño blanco y zapatos intensamente nocturnos), el grupo de artistas y escritores del Círculo de Bellas Artes que reuniera a los pintores y artistas determinados a remedar, como Manuel Cabré, el follaje y la flor del urape, el sendero de trinitarias púrpuras y las paredes vegetales de El Ávila, cierto rostro resguardo de la canícula de las doce media o alguien que decía algo y había una mujer confundida con un jardín.

Tal vez en ese entonces escribiera, En lo más alto del árbol/fuga limitada por su íntimo impulso/el sol. /Y más allá, un pájaro. ¡Y más allá, su canto! y ya lo sorprendiera, mientras trataba el dibujo verbal y el color del vallado caraqueño, el amarillo Van Gogh del canario, Sol y espiga juntos/en el hilo del canto. Y en el azul, /cálido/de sol contenido por el cristal del aire, /voló una hoja seca del color del canario. /Te dije: / ¡Sólo le falta el canto!

Sus amigos y cómplices de pretensiones poéticas provenían, como él, de la juventud literaria del año 18: Ramos Sucre (“esas cosas que escribía Ramos Sucre”, me confió); Andrés Eloy Blanco, González Rincones, Moleiro, Planchart.

Era el tiempo de los senderos y el encuentro con la bruma por la derrota empinada y undosa de los Teques. Oculto en la niebla, Paz Castillo pudo escuchar el otro pájaro, el borgeano, que no se ve y lo anotó en su inseparable notebook: Vengo de lejos/pero mi camino es corto/y lo hecho no estará/todo/en lo que habrá de ser. /Mi angustia de vivir/es no regresar,/pero en el regreso, no sé adónde/será mi ilusión. ¿Cómo seré? Nadie podrá saberlo!/Ni tampoco lo sabré yo, cuando ya sea.

¿Por qué pienso que la niebla avivó en él la alianza entre “el idealismo y la realidad!”, la intrusión de la metafísica en el trazo paisajista, machadista?

Viajó mucho, en diligencias diplomáticas: España, pero más Londres, donde halló fervor por Jhon Keats y su Estrella refulgente, su Oda a la melancolía y por Shelley y su Viento del Oeste. Lo lastimó la guerra civil española. De sus llagas morales trajo de vuelta a Caracas el borrador de Entre sombras y luces.

Cuando lo conocí ya había escrito El Muro, su poema de más allá del tiempo. Alfredo Silva Estrada saludó en él el misterio de lo fulgurante, su devoción por la duda y la suspensión filosófica. El epígrafe se lo cedió John Keats y sin traducción lo copió en lo alto del poema:

Beauty is truth, truth beauty, that is all Ye know on earth, and all ye need to know.

De esa reflexión sobre la belleza terrena el poeta Silva Estrada le dijo su entusiasmo durante el tributo que le rindiera el Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos. Todavía se me antoja ver hoy a Fernando Paz Castillo, mientras ofrecía su perfil de hidalgo a la luz de la tarde, pronunciando en silencio aquella duda metafísica que lo asistiera a lo largo de su obra de madurez creadora:

Pero el muro, el silencioso y blanco muro

parece que nos dice:

hasta aquí llegan tus ojos,

menos agudos que tu instinto”.

Cada vez que subía al cuarto piso del periódico donde nos aprestábamos a elaborar el Papel Literario de cada sábado, asomaba su lenta presencia y nos preguntaba “¿qué leen, muchachos?” Su traje azul daba mayor fulgor a sus cabellos blancos. Juro que siempre le vi como un pájaro amarillo posado allí, en lo alto de su eternidad.

Luis Alberto Crespo

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