Francisco de Miranda: la libertad y su derrota

Mirla Alcibíades, historiadora tenaz, que no conoce la almohada, obcecada como vive en dar con nuestra intrahistoria y desobediente del cansancio de los párpados, asevera que el Generalísimo Francisco de Miranda nació en la Esquina del Hoyo, en la abuela barriada de La Candelaria caraqueña sin que seña de ventana alguna haya sobrevivido a la picota de los arquitectos del perejimenismo.
Hartos historiadores juran que fue sin embargo en la esquina de Marcos Parra, que una escondida placa de mármol, tapia un edificio al lado de un ascensor mezquinamente oculto tras las rejas.

Del Precursor de nuestra Independencia se conoce, sin que lo objete la más mezquina suspicacia, su ausencia de Caracas en los días de su juventud, a los 21 años, cuando su padre, el muy rico Don Sebastián de Miranda un blanco de orilla, determinó que su hijo se fuera a España a sufrir la enseñanza militar para servir de oficial de la Corona, que en esos tiempos de servilismo colonial era algo así como someterse asimismo a la Universidad.

No pocos historiadores aducen suposiciones muchas acerca de la formación ecuménica del párvulo que habría más tarde de asombrar a la Francia de los generales de biblioteca y petulancia civil sabihonda como el más culto de ellos.

Durante su derrotero por Europa (observa Castillo Didier, el hacendoso chileno de nuestro ayer) oímos decir que en las alforjas de su caballo guardaba -mudo compañero de viaje- una edición, en original latino, de La Eneida de Virgilio, cuando regresara de las ruinas de Troya. También asienta nuestro muy venezolano chileno, que Andrés Bello solía consultar la desmesurada biblioteca del errante caraqueño, frondosa de originales en literatura latina latín y en griego, a la espera, durante diecinueve años, como representante diplomático de la “revuelta oligarca de 1810”, anota Picón Salas en su biografía mirandina de lectura indispensable, de su inútil regreso a la Patria de las inestables Repúblicas de Bolívar.

De la erudición de que gozaba Miranda y de la noticia de su colección libresca, enumera minucioso un ensayo de Uslar Pietri; entretanto Caracciolo Parra Pérez da cuenta en su historia del Generalísimo en los campos de batalla de Norteamérica y de Francia, donde ofreciera su espada, sobremanera en Valmy y lograra larga nombradía, como en su frecuentación entre los salones de la élite parisiense y en las alcobas de las bellas de prestigio social y las cocottes que lo amaron en su destino de trotamundos mientras sucedía su infatigable demanda de socorro para la consecución de su terca obsesión: la liberación de Caracas y de América del imperialismo español. Hasta la Rusia de Catalina guio sus pasos de soldado y de seductor, festejados con largueza -como se sabe- por la Emperatriz y dueña del mundo.
La casa de Miranda fue él mismo, bien que Londres fuera residencia momentánea y escondite de la persecución con que lo asediaba España, que no le perdonaría su deserción tras la batalla de Pensacola en Norteamérica y su asunción de insurgente de la Corona. La infinita biografía del Precursor agobia el género en copias de innúmeras lenguas por lo que sería insensato remedar, siquiera con breve minucia, lo dicho por autores nacionales y universales.

La precaria Primera República lo invitó, entre la sorna y los “resabios y argucias de nuestra gente nativa y la actitud bisoña de los patricios caraqueños”, subraya de nuevo Picón Salas, a presidir las tropas republicanas, investido con las charreteras de dictador. Pronto, en Valencia conocería su humillación de vencido y firmante del desdichado armisticio con el facineroso Monteverde y su soldadesca coriana, causa de su derrumbe militar y moral en la llamada “Patria Boba”.

Bolívar, quien lo entregara al enemigo al acusarlo de traidor, seguiría las huellas de su viejo sueño de liberar a América del absolutismo de Fernando XVII logrando con sus dones de guerrero, de ideólogo y de humanista nuestra azarosa Independencia. El crepúsculo del Generalísimo fue la ergástula de la venganza imperial y de su caída en las sombras en una celda de La Carraca. Pero su gloria se perpetúa en la memoria de nuestra lucha independentista y en el ideario bolivariano de ayer y de cada día.

Luis Alberto Crespo

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