Julio Garmendia: Solo hay país para el éxtasis

Había una vez un señor y se fue. Vino del crepúsculo. No volvió igual cuando regresó. El tiempo y las lejanías lo habían cambiado. Perdió realidad. Estuvo en un hotel casi de cartón. Caracas tenía un callejón donde los autobuses ya no podían  más con su carga de viajeros, los más abufanados andinos. Por la ventana de su habitación cruzaban los gatos en vez de la montaña.  El señor era flaco. Su amada había huido de la guerra y vendía maletas. Vivía como si hubiera dicho adiós a todo esto, las manos siempre en los bolsillos. Como se fue vino. Lejos.

¿Qué hacía, además de abandonar tarde su habitación? Parecía que su único oficio era callarse, sin mirar a nadie.

Cuando se fue envejeció y anciano retornó. Tantos año así, de espalda, inclinado, buscando un este, no sé, una región del infinito ¿quién lo sabe?, vestido cada vez con una mariposa en la corbata. ¿Por qué nunca se detuvo que no fuera para estar más solo como aquellos tiempos en que que vivió inviernos blancos, un idioma de erres tragadas, un foulard parisiense y un abrigo lobuno?

Escribía y no se lo dijo a nadie. Tal vez sí, pero prefería callarlo o lo murmuraba.

Sus anécdotas trataban de una amistad entre muñecas relatando sus vidas en su habitación de juguetes, de un médico para epitafios, de un vecindario enterrado donde sólo las cosas eran.

¿Por qué se fue? ¿Por qué regresó? Que había sido diplomático, que esto, que lo otro. El mismo traje, la misma corbata y él ahí, adentro. Hacía muchos años que había escrito eso. ¿Para quién que no fuera sino para esa gente de ojos de vidrio, esos doctores del más allá? Había concluido dos libros. Dos nada más.

Después que muriera abrieron un baúl de papeles, las únicas pertenencias de quien fuera dueño de unas tierras que le birlaron los suyos mientras se ausentaba al otro lado del mar. Entre el alijo de trapos y de cartas sin responder de su vientre sin cerrojo se apretaban los borradores, los bocetos del había una vez, escritos con una letra chiquitica, de hormiga negra.

Entonces supieron quién era. Un oriundo de Barquisimeto, de uno de sus crepúsculos, como su personaje Guachirongo, el “de las nubes colorás”. Los escasos que leyeron sus obras recordaban a un país de  muñecas, a unas frutas con nombre y apellido nuestros y a unos galenos en la sala de espera en los cementerios. Venezuela no escribía de ese modo. A veces, sólo a veces, uno lo sorprendía celebrando el negocio literario de algún escritor, el festejo de alguna de sus mentiras narrativas.

¿Quién es ese señor que acaba de entrar, preguntó un curioso? Es Julio Garmendia. ¿El que cuida las palomas en el parque de los Caobos?, No, un escritor escondido en sí mismo.

Sí, tenía amigos. Apenas. Lo llamaban Don. ¿De qué hablaban con él? ¿Acaso de su silencio en el oficio? ¿Acaso de su mudez en sus asuntos de “la realidad de al lado”, como dijera Lewis Carroll de la vida verdadera.

Su interés por narrar lo extraño de toda apariencia, de  una menguada gente invisible que de pronto nos semejaba para  luego desaparecer de mucho esforzarse en ser verdaderos, duraba durante pocas líneas, entre una y otra página de sus también breves libros.

De aquel hotel, el hotel Cervantes, que abandonaba para encontrarse con la tarde, no hay quien dé noticias sobre su íngrimo habitante. Si uno preguntara si lo conocieron, no sabrían responder. ¿Garmendia Julio, dice usted? Su nombre en la lista de inquilinos no lo nombra. La calle ciega, ahí, enfrente, se diría un cuento suyo, no es verdad: un portón borrado, una ventana que nunca miraba. Los mismos viandantes se perdieron entre la sombra y las huellas de la acera.

¿Por qué los pocos entre ellos que duran en nuestra mirada se parecen a las figuras y objetos de las tiendas de canela de Marcel Schwob o a un retrato de nuestro insomnio? No creo que el recuento del paso de Julio Garmendia por lo ilusorio agote la hoja de papel más apurada en callarse. Registrar en su pasado poco hallamos que no sea lo que escribió en sus pocos libros: la otredad, la tierra de ninguna parte, como aquella por la que rogara una solitaria  y tapiada como él, Emily Dickinson: “quítenme todo, pero déjenme el éxtasis”. ¿A quién le interesa? No a nosotros porque nosotros -¿es así, Julien Blaga?- olvidamos.

 Luis Alberto Crespo

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