Lezama Lima: La sobreabundancia del éxtasis

Uno no lee a José Lezama Lima: uno entra con todo en cualquier página suya, no importa que se llame Paradiso, Oppiamo Licario (que escribió después de morirse) o La cantidad hechizada, por ejemplo, esto es su materia prima literaria de retablo churrigueresco, esa exageración del barroco americano. ¿Por qué? porque a su arte del adorno verbal no se goza con el mero ocio de probar (el disfrute de la anécdota y de la erudición monstruosa y de exuberancia selvática), más bien con dejarse llevar por la sensualidad  de lo que hemos de llamar fruitivo, préstamo del vocablo de schollar por querer nombrar -recordándolo- la fruta, el sabor a jugo de mamey, mamoncillo y chirimoya.

Cubano él mismo verboso de expresión americana y de cualquier tierra, cuesta reunirlo junto al grupo Orígenes, de que fuera su padre y criador, con Virgilio Piñera y su Isla en peso, con Vitier, Baquero, Eliseo Diego, y eso porque termina arropándolos, tal es su manera invasiva de inventar la escritura y propalar el humo de su perpetuo habano, a más de apoderarse de cuanto abunda en el imaginario de los géneros de la ficción y la meditación, la epístola misma a Juan Ramón Jiménez o a Rodríguez Feo, quien trajera el inglés en prosa, en poesía y la petulancia del lucimiento a la Habana de los originarios.

Desde entonces uno no supo nunca si lo que hacía con la mano y su asfixia de asmático era un capítulo de Paradiso (duró más o menos diez años en concluirlo) o de su poesía y su poética de La fijeza, Las aventuras sigilosas o  Fragmentos a su imán.

José Cemí lo explica, no soporta su parecido con el embuste con que se mueve entre el agobiante mobiliario de la gnosis que ocupa cada página, el condumio, la erotomancia, la enumeración obsesiva de lo real o su invento, cualquier distracción del ojo lector en su deambular por lo real maravilloso  carpentiano o el deleite del adjetivo y la floresta metafórica. José Cemí, pues, no es persona escrita, es artilugio, picardía de un orfebre de la lengua.

Uno no lee a Lezama Lima: uno cubaniza el universo de un libro que niega el género y la particularidad con que nos engañan su sistema creativo, sea novela, ensayo, poesía, habla. Lo demás es su soledad, su difícil manera de vivir que no fuera más allá de su casa o su inestable oficina pública, mientras se daba la controversia de los tiempos duros de la Revolución (entre aciertos y errores tristes, penosos, de la ortodoxia, el fanatismo y las dudas, como el affaire aquel del juicio a  Heberto Padilla, a favor de quien falló en el Premio Casa de las Américas) y él proseguía, cubano siempre, como su traje de lino crudo,  su humo en la boca hablachenta, su pasmoso saber de biblioteca, exiliado en su recibo y entre sus libros porque ocurrió el capricho del funcionario de visa y de ideología y el decreto del realismo social, aunque no tardaron en aplaudirlo, de devolverle su carta de ciudadanía literaria y su nombramiento de figura tutelar de la fantasía y consiguió llegar al México de Octavio Paz y a Jamaica, por Jamaica mismo, por su mediodía barroco como su mano y su seso escribidor.

No formó parte del club del boom literario, ni fue a Roma a visitar a las familias de terracota del museo etrusco, tampoco a Egipto a preguntar por Osiris, el tatarabuelo de Cristo, ni a Grecia a saciar su platonismo. Pocos de su oficio invadieron tanto con el lenguaje como lo hiciera este nacido en un campamento militar de la Columbia habanera entre su padre muerto muy temprano (“cuando murió -dijo- sentí el latido de la ausencia”) y la madre ahíta de son.

Allí sigue, en cualquier página de sus inventos, asediado de loas por sus áulicos de excepción,  Cortázar, Paz, Monsiváis, Carpentier, su “hijo” Severo Sarduy,  la Universidad, el simposium, el insaciable argumento de las posturas valorativas y el escarceo ensayístico de las comparaciones y las vecindades electivas, esto es, cualquier modo de recrearlo  en su nombre y en el de su obra, de los que jamás se sacian su ocupado glosador y desocupado lector.

Así lo propone la Biblioteca Ayacucho en el panteón de los clásicos, donde uno entra a gozar (a saborear) su obra, sin que hallemos qué decir sino callar ante tanto adorno metafórico (la misma verba gongorina tienen nombre y resonancia lezámicos) y tanta desmesura y tanta sobreabundancia del éxtasis.

 

Luis Alberto Crespo

 

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