Los Gobernantes del rocío de Jacques Roumain. Cuando la lluvia se fue a la guerra

“El caserío mostró un rostro de hosca tristeza”, escribió

un joven novelista y poeta haitiano, como si al hacerlo, antes de morir cuando apenas viviera treinta y siete años, quisiera corregir el primer esbozo de una novela imposible de leer sin que gocemos la prosa poética que ofrece el paisaje de Fonds-Rouges, la comarca donde una anciana anuncia que todos moriremos.

En aquella su primera vez de Gobernantes del rocío (su sólo título bastaba para subyugarnos) Jacques Roumain avisaba ya que la anécdota de su obra maestra (la búsqueda del agua en una tierra sedienta y arrasada por mano humana y ensangrentada por el puñal que derrumbaría a su  héroe) conviviría en estrecha alianza con la intervención continua de un lenguaje lírico que embellece la huraña intemperie donde se mueven sus habitantes entre la desesperanza y el afecto, el odio y la ilusión.

Nadie, en la narrativa escrita en estas regiones del género narrativo, había logrado hasta entonces esa inteligencia entre la sequía del afuera y la del ser que la castiga por dentro, ni menos embellecer hasta el estupor el desasosiego de la sed humana y su castigo en los sembradíos. Roumain llega a este logro magnífico dueño de sus dones de poeta, correligionario como fuera de la llamada Generación de la Ocupación, aquel grupo de intelectuales y escritores haitianos que afrontaron la ocupación de los marines a su país y los desmanes con que lo asolaron durante más de treinta años.

Hijo de la alta burguesía, comunista y fundador del partido entre los suyos, etnólogo, diplomático y polemista,  acaso pensaría en ese entonces en su novela  mientras Haití sufría bajo la mordaza de los yanquis y los dictadores que le sirvieron de lacayos, como Papa Doc, Duvalier. Otra escritura, la de La montaña embrujada, una narración de marcado acento campesino, avisaba ya de la pronta invención de Gobernantes del rocío.

En no pocos poemas se presentía, en la sombra del cautiverio y la lejanía del exilio, esa escritura que embellecería, en sorpresiva dialéctica, el decir del dolor humano y del paisaje que cruzaba la tórtola y el árido viento entre el follaje de los cerros, los mornes, escondites de los negros cimarrones y religiosos del vodú y lugar de un milagro en las entrañas sedientas del poblado.

En las páginas del inagotable homenaje, la voz de Jacques Roumain, desde su celda la Penitenciaría Nacional de Puerto Príncipe, dejaba oír las maneras de una escritura y un sentimiento que cedería luego a la invención de su novela admirable: … Dime, ¿tú conoces a Daniel?-Bueno, en verdad no, respondió el Agua./¿Quién es Daniel?/Es mi pequeño./Tiene cinco años. Va a la escuela./ Es así de alto./Si lo encontraras/riachuelo, arroyo/Triste compañero/Dile por mí /Como la tortolita/Buenos días, buenos días, buenos días.

Tal dulzura para enfrentar, para exorcizar, mejor, la desdicha, aquella del prisionero y más tarde esta, la del caserío de Fonds- Rouge, menesterosa de sed y desesperanza, educaron el pensamiento y la fantasía de este justiciero, sus dones literarios, el fervor por la justicia y por la preciosidad de la escritura, donde brotan, como una floración del idioma francés, los vocablos y las expresiones del habla creole de los dioses  y del común.

Manuel, la figura primordial de la novela, regresa a su lugar después de servir de bracero en Cuba y de aprender la resolución vindicadora del reclamo laboral. El no es otro que el propio Jacques Roumain, transfigurado en el personaje-metáfora de un soñador que se da a escarbar el suelo de su pueblo en busca del agua,  de la salvación de un destino condenado al desierto.

Analfabeto, ignora que al hacerlo, practicaba las enseñanzas del materialismo dialéctico aprendidas por su creador en los días de su militancia política. El agua, que espera escondida las manos de Manuel, es Anaís, la amada, es ella, al principio esquiva, ofrecida luego, figuración de la belleza negra, carbón encendido que se apresta a florecer en bosque, a prodigar y saciar la sed del amor al amado y al prójimo.

La lectura del teatro griego, de Shakespeare, del Goethe de Werther y de Nietzsche, a quien leyera en su propia lengua durante sus tiempos de estudiante en Suiza (“Es preciso llevar en sí mismo un caos para poner sobre el mundo una estrella danzante”) educó la imaginación  Roumain  para elegir la muerte trágica del héroe de la novela y elevarlo al mito. El agua, que sólo fue en Fonds- Rouge una mancha blanca en pensamiento y en la ansiedad de los campesinos, devendría  despertar de la tierra y destino en  el vientre de la amada.

Duró poco entre nosotros Jacques Roumain. Hasta su apurada desaparición se asemeja a la de héroe de Gobernadores del rocío. Nos avisa Michaelle Ascencio, la añorada escritora haitiana, a quien debemos la fiel traducción de la novela, ofrecida por la Biblioteca Ayacucho, que el escritor tuvo una muerte ambigua, entre la realidad y la ficción: el veneno de algún enemigo.  Huelga advertir que Jacques Roumain era un soñador socialista en un tiempo dictadores.

Como Manuel, no quiso que se revelara el nombre de su asesino: privilegió, en lugar de la venganza, el provecho del agua de la vida, la fraternidad que ella reclamaba en una región de enconos. El agua ocultaba no sólo la resurrección de los beneficios de la tierra: brotaba como la metáfora de la rebelión social que Haití espera desde 1804, cuando fundara la primera república libre de la América colonizada.

El rocío, sugiere Stephen Alexis, el novelista haitiano más cercano al escritor, es el personaje central de la novela. El es el hermano de la lluvia, como lo es Jacques Roumain del destino de su patria, castigada sin tregua por los huracanes y el tormento telúrico, la desigualdad social y económica, la intemperie y la injusticia, vale decir nuestra patria.

 

Luis Alberto Crespo

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