Ramos Sucre: La alta noche en pleno mediodía

El espinazo de la Península de Araya no anochece nunca. La blancura de la sal que cubre su apariencia desnuda no desmaya mi cuando el tiempo lobreguece. Quien desde ella contempla la cercana costa de Cumaná se entiende con la mentira. Así debió mirarla, no en su desnudez hirsuta sino después  del ventanal de su casa de cautivo un ser que jamás conoció el sueño.

La historia de su sombra le negó ese sopor. Dice la anécdota que un presbítero de su estirpe prohibióle cualquier entendimiento con el afuera que no fuera la interioridad que concede la lectura de los antiguos y donde el tiempo no conoce otro amanecer que no fuera el del concepto, la idea o la sensación, que tanto aman los clásicos y sus dioses de papel.

Basta con mirar los ojos de José Antonio Ramos Sucre en la única imagen que de él se tiene para entender aquel verso suyo de Torre de Timón: “Yo quisiera estar entre vacías tinieblas”. Por eso, atribuirle soledad de tenebra a la Península pálida no es mero antojo. Así debió columbrarla aquella pupila de búho que hoy lo eterniza.  La oscuridad fue su verdadero domicilio detrás de los párpados.

La vida, su vida de recluso (del día y de la lectura) educaron sus dones de biógrafo de poeta de tono satánico de que habla Francisco Pérez Perdomo -su próximo en esas frecuentaciones a los arcanos-cuando loa sus textos, harto tiempo castigados bajo el anatema de “raro”, al momento de intentar incluirlo entre los bardos de la poesía de su tiempo y hasta de mucho más tarde acrecentando así el aislamiento  que lo sumiera en la oscuridad del mediodía nocturno y moviera a decirse así miso que su obra sería reconocida después, alguna vez.

La prosa fue su lenguaje de elección y la culpa de haber sido excluido entre los versificadores del parnaso y del modernismo lírico. ¿Qué hallaron los fabros de entonces en las páginas de sus escasas creaciones, las de Torre de Timón, Cielo de esmalte, Las formas del fuego?

Es fama que hubo de esperar a que Augusto León, poeta y lector perspicaz, consiguiera su entrada entre nuestros escasos orfebres del simbolismo poético en cuya medra prosperaban  los hacedores del género en el país de Baudelaire y sus Pequeños poemas en prosa.

El viandante lector que diera a merodear por  el viejo camposanto cumanés se toparía con la huesa del insomne que decimos. Desde su suicidio ginebrino, durante esa otra tiniebla del gomecismo, aguarda mejor lugar para sus ojos enterrados, a los que el enigma de la otredad lograra al fin conciliar el sueño de la gloria de su hoy celebrado nombramiento.

Ahora duerme entre sus deidades góticas, los habitantes del castillo y el antro, el consultor de grimorios, el íntimo del delirio, la dama de embrujo celeste y diabólico y donde los hijos de la tierra, “los nómades, reducidos a la indigencia, habían fijado su tienda de campaña en medio de un llano roído por el fuego”.

Luis Alberto Crespo

 

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