Bogotano hasta su muerte en 1909 pero sin patria conocida como la del hombre universal a que lo destinara su crianza de erudito bajo el cuido de una estirpe de letrados y solitarios de biblioteca, Miguel Antonio Caro despertó temprano a la minuciosa sabiduría que habría de alimentar su meditación y su sensibilidad en la filología, el latinista, el lingüista, el crítico, el poeta, el periodista, el a académico, el hombre público, el político, el de la fe católica y el simple ciudadano.
Resultaría insensato detenerse a caletrear siquiera la hondura con la que desandó tantos saberes. La información bibliográfica que da cuenta de su vida docta y discursiva no logra mermar la más apurada referencia. No le bastó agotarla en obras muchas y diversas: abrazó para juntarlas la fe religiosa, así en la feligresía como en la meditación sobre los cielos de Dios, tanto que hasta difundió una hoja periodística que alcanzara a los suspicaces e indiferentes del misterio eucarístico, las sentencias teológicas, las comprobaciones de Pascal y de los innúmeros padres de la Iglesia.
Amó la herencia cultural y más aún literaria de España. Ungió a Don Quijote como el Padre Nuestro de nuestra familiaridad en el comportamiento y la ilusión de los soñadores. Celebró hartas veces a Andrés Bello poeta, gramático y filósofo; trató a Bolívar con fervor verdadero. Alguna vez se allegó a Caracas donde difundió las hojas de un periódico de su invención; pero nadie fue más virgiliano en su pasión por sus églogas y la travesía iniciática Eneas. Para probarlo, se tardó buena parte de su vida en abrazar la lengua latina, a la que copió sus secretos léxicos y su sonido mismo, llegando al esmero de hacerla suya cuando mudaba a su castellano castizo la lengua del aeda de Mantua y cuando escribía en la lengua del Lazio asuntos neoclásicos de su autoría. Colombiano legítimo, cedió sus saberes de científico del derecho en la elaboración de un tratado de límites y de libre comercio y navegación de resultado controversial, por decir lo menos.
Maestro de toda la historia literaria de su tierra, quebró lanzas a favor de la herencia verbal de Gonzalo de Berceo, desdeñó con ahínco el afrancesamiento de nuestro idioma al que opuso una Gramática de la lengua latina para uso de los que hablan castellano y la muerte le negó la conclusión de la traducción íntegra de su amado Virgilio. En su biblioteca, su tierra prometida, lo esperaban Catulo, Lucrecio, Tibulo, Propercio, Galo, Ovidio, Horacio, Lucano. Filósofo, siguió con indesmayable obediencia a los estoicos y las consejas fatales del emperador y metafísico Marco Aurelio, a los que incorporó en sus disquisiciones sobre la fe católica.
La Biblioteca Ayacucho lo invitó a prestigiar la colección de sus Clásicos. Es fácil dar con él hojeando el tomo 184 que prologa Carlos Valdemar Andrade donde perpetúa su obra de humanista que supo juntar la cultura del infinito con las del hombre.
Luis Alberto Crespo