Denzil Romero, nuestro narrador de prosa y de imaginación desmesurada, se propuso seguir, sin desmedro de páginas e incansable anecdotario la inagotable vida de Francisco de Miranda, oficial de la España del Rey, oficial en la batalla de Pensacola en Norteamérica, general de la Revolución Francesa, desertor, enmascarado bajo incontables nombres fingidos, coleccionista de una babélica biblioteca de saberes (leía a los griegos y a los latinos en sus propias lenguas), filósofo, melómano (amigo de Haydn, ejecutante de la flauta traversa),contertulio de príncipes, reinas, emperatrices, privanza de señores de palacio y amos de no pocos países, trotamundos de ciudades, palacios y paisajes de Turquía y ruinas de Pompeya, admirado por políticos e intelectuales de todo don, amante insaciable, frecuentador de alcobas, perseguido por desconocer el reino de España y bajo sospecha de espionaje (Napoleón lo creía un agente de la Corona Inglesa) y sobremanera insomne perseguidor de un sueño de indesmayable frenesí: la libertad de los países de la América del Sur, desde Venezuela (de la que fuera oriundo de una esquina caraqueña) hasta el infinito del Estrecho de Magallanes, los pueblos del mar Caribe y las costas del océano Atlántico y Pacifico, a los que imaginaba fundadores de un incanato. No podía menos el narrador de marras agotar los agobiados tomos de su novela que se anunciaba interminable sino la interrumpiera la apurada muerte que privó a su autor de una hazaña de dimensión proustiana.
Para copiar el muy cambiante semblante de nuestro Precursor de la Independencia (su perfil de moneda antigua, el aro de oro en el lóbulo izquierdo de su oreja, la mecha del cabello ceñido atrás por un lazo de marcada petulancia y la espigada estatura), Denzil Romero observó, sin duda largamente con la perspicacia de un minucioso invencionero, la semejanza del héroe trágico que le atribuyera Arturo Michelena a Eduardo Blanco: ese rictus del vencido, el entrecejo de amargura del reo que un día fuera el general de todos ejércitos de la malhadada Primera República, entregado por el joven Bolívar y su grupo de oficiales bisoños como traidor a los carceleros de Fernando VII. Harto frondosa y casi obsesiva reiteración acusa la prosa del autor de la aventura mirandina distrayéndose en los ratos del ocio amoroso del Generalísimo, su erotomanía contada con desafuero de quien fuera seguidor del barroquismo narrativo, sin duda deuda del estilo de Alejo Carpentier, ese levantado orfebre de la minucia descriptiva, el regusto por el detalle que recuerda las páginas de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust y el gigantismo de Rabelais.
Acaso la obsesión de Denzil Romero en tardarse en revelar la vida orgiástica de quien acumulara innúmeros estantes de apretados volúmenes en mansión de Grafton Street hubiera enderezado su excesivo anecdotario orgiástico en abreviar el vicio del visitante de alcobas para darnos, por ejemplo, el contenido de su babélica biblioteca (dos y más habitaciones de su domicilio), como lo hiciera Arturo Uslar Pietri en su reveladora monografía. Acaso hubiera prolongado aún más su abultado anecdotario imaginando a Andrés Bello visitante de la biblioteca mirandina durante sus largos días londinense, de la que diera asimismo noticia el chileno Castillo Didier. Acaso el regusto barroco por lo erótico de Denzil Romero hubiera sido aprovechado por el realismo mágico de García Márquez.
La desmesura de la empresa narrativa del novelista venezolano de Aragua de Barcelona adolece, creemos, de esa inflada confidencia de alcobas en dar cuenta de la supuesta insaciable búsqueda del coito del Generalísimo, atribuida, sin retención alguna, a quien el destino reservara la culpa de la muerte de la Primera República y su consecuencia en una ergástula de la Carraca donde quedaron dispersadas en la huesa común la creación del sueño libertario del Generalísimo Francisco de Miranda y su pesadilla.
Luis Alberto Crespo