Rubén Darío: Yo soy aquel…

Un poco antes de que se le detuviera el corazón, allá en León, en Nicaragua, donde naciera, la noche de 1916, quiso que les trajeran a algunos animales domésticos para reconocerlos.

Acaso ya no le mordía el deseo de saciar su inagotable ebriedad, a la que confundía con la sed cuando la copa se secaba. Atrás quedó su insomnio, su habitual tristura y modorra, la presencia de sus fieles compañeros de taberna y calle, la francachela en Saint Germain -des- Pres y la visita a las damas de la noche y su sabrosura.

Tal vez no recordaría el jubón de cartujo con que cierta vez fungió compartir la vida de los recoletos. Todavía, a esas horas, los secretos de su poesía ocultaban la verdadera fisonomía de las Margarita  Gautier de aquel soneto precioso, que en vida fueron sus amadas de burdel a las que su poesía mundana retocaba con el miriñaque de  las diosas de sociedad y salón de coctel o con el adorno de la princesa triste en su silla de oro.

Allí yacía, en el modesto pueblo de su tierra natal, nuevo liróforo celeste, como el Verlaine de la loa a su maestro, Félix Rubén García Sarmiento. La agonía del ahíto de vino y ajenjo, el otrora trajeado de cónsul, la ropa ostentosa, el tocado con sombrero de fina estampa, el foulard  de seda y la vistosa corbata lavallière, se mostraba ahora gris, desaliñado, como ama ataviarse la fatalidad,  entre las sábanas que mal ocultaban los estertores de la agonía.

De aquel endiosado lírida al que aplaudieran en el mundo de las letras y los poetas de España, fatigados por una retórica rancia y a quienes el suramericano devolviera el embrujo perdido de la rima sentimental sensible y sensitiva de la lengua y la poesía castellana, persistían, entre las sábanas del lecho mortuorio, su desmayada mano, esa mano del incomparable orfebre del idioma de Garcilaso y los apagados rasgos de su rostro mestizo.

Dice el comento luctuoso (entre certeza y falsedad) que nomás expirara, los enlutados y llorosos nicaragüenses determinaron trepanar su cráneo con la esperanza de encontrar entre la masa encefálica de su genio creador el secreto de tamaña maravilla lírica e inteligencia pensadora. Rubén Darío, el otro, el verdadero, el cosmopolita, la estatua viva, el esteta del verbo poético del modernismo, se eternizó aquella noche; no aquel que celebraba a los caudillos de su región y ofrecía miramientos a los dueños del capitalismo estadounidense, menos la momia mutilada,  ni el del anecdotario insulso, sino el de sus grandes creaciones y bien que la poesía contemporánea las relegue del consumo entre los innúmeros gustos del género, aún se escucha el melódico verso de Azul y de Cantos de vida y esperanza.  

 “¿Por qué aún está vivo?” se pregunta Ángel Rama en el prólogo de la Biblioteca Ayacucho y el propio Darío pareciera responderle:

 

Yo soy aquel que ayer nomás decía

el verso azul y la canción profana

en suya noche un ruiseñor había

que era alondra de luz por la mañana.

 

El dueño fui de mi jardín de sueño,

lleno de rosa y de cisnes vagos;

el dueño de las tórtolas, el dueño

de góndolas y liras en los lagos;

 

y muy siglo diez y ocho y muy antiguo

y muy moderno; audaz, cosmopita;

con Hugo fuerte y con Verlaine ambiguo

y una sed de ilusiones infinitas.

 (…)

 

Luis  Alberto Crespo

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