Flora Tristán: Una mujer con nombre de jardín y la espina de la justicia en el corazón

Hija fue, por puro acaso, de un peruano linajudo con charreteras y de una francesa de la pequeña burguesía antinapoleónica y niña era cuando  Bolívar frecuentara su casa, enlutado, viudo, lloroso. Tuvo un nombre desmesurado: Flora Celestina Teresa Enriqueta Tristán Moscoso, pero breve, considerable, el de su gloria cuando naciera en 1803 y muriera en 1844.

Un día, el futuro Libertador se despidió así de su madre: “adiós, querida amiga; yo no tengo la fortuna de creer como usted en el más allá”.

Pronto sería mujer de un tal Chazal, marido miserable que la trató minuciosamente con tormento. Huyó de tal oprobio con los hijos y se marchó a Lima a tratar con fracaso de recuperar la herencia paterna que le negaran por ser hija bastarda.

Entonces fue ella, fue Flora Tristán, no más se encendiera su pasión feminista  viendo en los barrios el oprobio que  sufrieran las mujeres de la baja Lima. Ya en el Paris de su mocedad, habitante de un suburbio hórrido y peligroso, donde sufriera el oficio de obrera,  había sido testigo de la condición de animalancia a que eran reducidas sus congéneres en la Francia de los Enciclopedistas y del guillotinista Fouquier.

No tardaría en escribir su obra maestra, su ira contra la bestialización de la mujer, Peregrinaciones de una paria; también La unión obrera y otras escrituras en las que diera testimonio de la reducción a cosa, a res nulius,  de la madre y la usada amante en su vida de perra del amor humano.

Fue socialista hasta por instinto, es decir, soñadora de esa utopía de la redención social; y volvió a Perú, con sus hijos vivos y muertos. Uno de ellos la haría abuela de Paul Gauguin, el pintor de los mares calientes y de las diosas del follaje de las Islas Marquesa, quien en su deambular terrestre fue una vez viandante de las calles limeñas.

Flora estuvo allá en Arequipa donde sería quemada su obra en la plaza pública, sin que por ello desmayara ese peregrinar suyo de acusadora y clamante justiciera.

El excremento del piojo terminaría con su apurada existencia, pero el tifus no logró cumplir con su promesa de echarla a la basura del polvo. Hoy, ella es un grito unánime de la mujer ofendida  que difunde en la calle y el mundo su reclamo, el viejo y cotidiano reclamo de cobrarle a la humanidad su lugar primordial  en los pueblos de la tierra.

Luis Alberto Crespo

 

 

 

 

 

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