A la espera de Andrés Bello

¿Habrá aún alguien que haya leído en estos días su Filosofía del entendimiento? y hojeado, aunque fuera al desgaire, sus Silvas, aquel poema épico-político de Alocución a la poesía, que canta la lucha de nuestra emancipación anticolonial, escrito en 1823 y aquel otro, el de la Agricultura a la zona tórrida, que nos invita a regresar al cultivo de los campos mojados con la sangre de los soldados de Bolívar, escrito en 1826, sin atender a las objeciones de su lectura difícil, de obediencia neoclásica o acaso retardara la mirada entre las páginas de su Gramática de lengua castellana dedicada al uso de los americanos (o sea de los de la patria de El Libertador y de Martí) donde su autor nos invita a escribir y hablar como nosotros con la misma soberanía conquistada  en las alturas de Ayacucho, aquella mañana de 1824?

¿Qué sabemos de Andrés Bello tras repetir (para pasar a otros asuntos del lugar común) que alguna vez fue maestro de geografía del joven Simón Bolívar o reconocer la plaza y la avenida que lleva su nombre o algún colegio o la Universidad, allá en los prados de La Vega o el histórico Liceo de la Candelaria?

¿Qué es para el caraqueño de centro comercial la Casa Bello (hoy Casa Nacional de las Letras Andrés Bello del Ministerio del Poder Popular para la Cultura), la  esquina de Luneta a Mercedes donde naciera su habitante un 29 de noviembre de 1781, recibiera lecciones de latinidad entre los mercedarios franciscano de la acera de enfrente y dijera adiós en 1810 a fin de cumplir deberes diplomáticos en Londres a nombre de nuestra voluntad nacional de ser libres? ¿Sabrá, mientras acelera su automóvil, dónde queda la Caracas de aquel joven taciturno inclinado desde temprano sobre los libros hasta el desmayo de la vela de sebo, mientras los muchachos de su edad elevaban cometas y se desnudaban en la quebrada de Anauco que trascurría no muy lejos y a cuya fronda de bucare y samán el joven silencioso que digo buscara sosiego y ensueño leyendo a Horacio y Virgilio?

¿Quién que sea caraqueño o more en la ciudad; qué venezolano de cuna y de destino podría desdecir nuestras preguntas de hace unas líneas? Pasa que sobre Andrés Bello prospera con crecida e inquietante indiferencia la valía de quien cediera su existencia a la liberación intelectual de nuestra América, dijera Pedro Enríquez Ureña y suscribiera Ernesto Sábato cuando esperaba que el espíritu de Bello presidiera “la síntesis de justicia y libertad de liberación nacional y de preservación del hombre de carne  y hueso en un mundo robotizado”, mientras Alfonso Reyes, desde México, escribía que “pensar y escribir fue para Bello una forma del bien social y la belleza una manera de educación para el pueblo”.

A Fernando Paz Castillo, el poeta del Muro metafísico y el avileño urape, debemos el aviso de la ternura con que amara su “inteligencia amorosa”, la poesía que fue síntesis de su pensamiento” y el ministerio educativo de vocación bolivariana, pues que para él, como para Bolívar, la Patria era América. Aquella poesía política de la Silva de 1823 prueba su ahínco a la gesta bolivariana cuando canta a los soldados de la guerra emancipadora así: hijos son éstos, hijos,/ (pregonará a los hombres)  de los que vencedores superaron/ de los Andes la cima;/ de los que en Boyacá, los que en la arena/de Maipo, y en Junín, y en la campaña de Apurima,/ postrar supieron al león de España”.

La calma de Chile, su voluntario destierro, inalcanzado por los enfrentamientos bélicos nacionalistas y libertarios, le ofreció el sosiego que reclamaban su acción pedagógica y su obra intelectual para conseguir la anhelada liberación intelectual de América a través del estudio de las humanidades y la ciencia.

Cansado de años y de dolencias, nunca dejó de suspirar por Caracas y no pocos versos hasta el llanto lo difunden. Poemas hay donde recorre los lugares de su infancia y su juventud, siente la añoranza de sus amigos silenciados los más por la muerte y vuelve a contemplar el Ávila, la montaña que visitara su ventana y la fronda del samán, a la vera del Anauco, maestra de su aspiración a lo sublime y a su elevación interior. Un grabado, en la pared de su habitación chilena, adornó infinitamente ese paisaje. No; no pudo volver Andrés Bello a su ciudad y su país:  no lo quisieron sus achaques, pero volvió (repitamos al verso de Neruda), no sólo en los ojos de unos de sus hijos sino en esos compungidos poemas, hallados entre sus papeles ocultos.

La Biblioteca Ayacucho ha reunido en el tomo 50 de su Colección Clásica toda la Obra Literaria de Andrés Bello, enriquecida por el prólogo y la selección de Pedro Grases, a quien Venezuela y Latinoamérica reconocen como uno de los bellistas de mayor relieve de cualquier ámbito, incansable indagador de sus manuscritos, el más conspicuo y más autorizado glosador de la vasta obra del amoroso caraqueño, cuyo retardado regreso espera, para conjurarla, nuestra olvidadiza memoria nacional.

 

Luis Alberto Crespo

 

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