Alfredo Armas Alfonzo nació (no ha dejado de hacerlo) en Clarines, que riega el Unare perezoso, se alza una colina ardida y canta la coítora, pariente de la torcaza y el ser tiembla como su albufera delgadísima.
Para saber de él bastaría con hojear los recuerdos que estuvo atesorando en lo alto de su casa, en el noreste caraqueño, las imágenes desvaídas y aún vivas, los objetos y cosas rescatados del desperdicio que tanto ama la memoria, los documentos de la escritura pública, un indio tamanaco con ropa y sonrisa de ángel, algún encachuchado de la guerra de los Monagas, el pocillo donde sació su sed Bolívar derrotado, y la mirada a punto de sollozar mientras oía a quienes le dijeron adiós en estampas y en voces que nunca pudo borrar la ingrimitud de estas soledades ardidas de oriente venezolano.
No hubo ni un rato de descuido en su fervor por universalizar el lugar de su nacimiento y su existir con el uso del adjetivo y el adverbio sentimental, si cambiarle ni una coma al estilo de una escritura que haría de él un solitario de la literatura venezolana, porque inventó un ars poético de la prosa, ora en la remembranza familiar y de vecindario, ora en la invención de la anécdota imaginaria casi imposible de detener en el calificativo del valor estético, porque en todo ello dase un encuentro, una inteligencia, mejor, de la verdad y la melancolía.
Ha pasado el horario, el día siguiente y bien que ya no esté más el aquí, el cada vez, en la página del periódico, el libro, el folleto de su presencia con la que difundiera su estilo compungido, ese suspiro que agitara su prosa a la que diera acento, no, vale decir a la que trazara un idioma, el más oral posible, la apariencia de un pueblo que se le quedó en su pecho. Y tanto es así que ha ocurrido su muerte, ya en muchos olvidos, sin que la ternura que nos cediera como una de las bellas artes, melle, lastime siquiera su perpetuidad.
Es que jamás distrajo ese quehacer de esa unicidad de motivo y forma literaria suya que entendió como un desvelo del oficio memorioso, el cual colmó minuciosa y delicadamente con la descripción de un rosto, el modo de alisarse el bigote, el reojo del esquivo, el pliegue de la falda, la estirpe Alfonzo, el matorral, el canto o el pesar del pájaro, la yerba más pobre pero de flor ostentosa, en suma, esa escritura tan suya que es casi imposible que sufra el herraje de los géneros.
Sí, porque él solo es Alfredo Armas Alfonzo, era y es y de tal suerte frecuenta lo que escribiera durante tanto tiempo, entre el recuerdo y sus reinvenciones para ceder al lector el goce de la mirada de un álbum familiar como el de Angelaciones, como Clarines bien lejos u Otro cielo aún más cerca, por mencionar solo un momento de su obstinada manera de crear belleza como idea fija del testimonio y la ficción.
Releamos, por ejemplo, Los cielos de la muerte o Cada espina o La Tierra De Venezuela y Los Cielos De Sus Santos y acaso Un arcano: la yerbas del Venezolano, para que entendamos la unidad, el tejido de imagen y escritura de su estética sin que nunca, pero nunca, la región y el habitante que los eterniza, ni frontera alguna, geográfica, histórica, o legendaria, desmerezcan el embrujo de la evocación y el invento narrativo donde ocurre la presencia de Venezuela.
La Biblioteca Ayacucho ha recibido la obra de Alfredo Armas Alfonzo entre sus clásicos. Una cercanía a la que el artesano de Clarines presta su decir de espinar, su voz de coítora, de santos de alpargatas, moradores de su sangre y de su emoción, suerte de antología de lo real maravilloso, aquí en América como en el más allá.
Luis Alberto Crespo