Carabobo, ese día

Los esperaba el caserón de San Carlos cojedeño. Era 1821 en todos los almanaques y la hora convenida en todos los relojes, mientras allá, en Achaguas, Páez irrumpió armado y en caballos malamedra o recién amansados le rezaba al Dios de los milagros. Dicen que el Negro Primero le había anunciado cierta vez al Libertador que esa batalla sería “la cisiva”, sin acordarse todavía -como determinan los asuntos secretos de la Cábala- que una puya de bala o de espada lo derribaría del caballo a la gloria. Vicente Gerbasi escribe que Bolívar había reunido a todos los venezolanos “y con él fuimos al combate”. Se habían juntado los indios, los libertos, los sabaneros y los campesinos, llamados por sus ojos encendidos y su voz empinada.

De los llanos apureños a Cojedes no había puentes, sólo barcazas y si no el lomo o la cola del caballo rucio nadador, que Páez adoraba. También narra Miguel Acosta Saignes que la silla de los llaneros eran cuero medio seco, el estribo que no fuera sino la verija del pie atorada a la cabuya; y ni qué hablar del caballo resabiado, sometido maseta o como fuera, de que diera testimonio el general Urdaneta.

La casa fue y es la misma que el Decreto de Guerra a Muerte, el mesón igual a la de aquella promesa furiosa. Hasta ella llegaron los lanceros compaes cuello de toro y la mirada del cernícalo. Uno supone el relincho agobiante, el taconeo, el piafar del casco sobre la piedra cruda y el ceño ansioso de los envalentonados jinetes. Eduardo Blanco nos vio salir como en La Ilíada, apurados en morir o lo que es lo mismo en vivir eternizados, como exigen la Epopeya y los mitos.

Pronto los esperaba la Pica de la Mona que llevaba a Carabobo. Todavía en sus callejones amenazan el chiribital y la tuna ñaragato, porque es tierra fiera. Verdad es lo que dijera el poeta Gerbasi en su poema de 1971: el Libertador había sofrenado su castaño frontino sobre una colina delante de 6.000 o casi 10.000 venezolanos. Cada uno ya estaba al lado de la cabeza de su caballo. Las oscuras lanzas se levantaban/frente a los colores horizontales del alba. No sé quién asegura que un edecán del caraqueño universal le acercó un vaso de brandy (era su costumbre) para alebrestar en demasía su frenesí guerrero.

¿De qué ala vino la primera orden?. Uno recorre el valle de estatuas del parque y baja los párpados para transitar por el cuadro de Tovar y Tovar: hay allí soldados descalzos los más, el sombrero de palma, el pantalón de becerrero y un pañuelo amarrado al corazón para que no se les desboque. Muchos ya han caído: se ven caballos solos en tropel hacia no sé dónde. Venezuela e Irlanda y Escocia fraternizan en coraje y en heridas sobre la sabana ondulada de la paja que llaman guaratara, porque se burla de los incendios.

Por allá irrumpen Páez y sus lanceros. Trae a su lado semblantes rubios junto con rostros de piel asoleada. Una convulsión (¿el asco a una serpiente, el arrebato epiléctico?) le ha negado el estribo y los arciones pero nunca el endiosamiento que le espera y no tarda en alcanzar la rienda. Los Bravos de Apure se arrebatan bajo la grita de su “mayordomo”. Los Británicos de la Legión quieren pelear en el suelo e hincan la rodilla sobre el monte oloroso del capín melao.

Entonces comienza la Mitología: el valle se cubre con la bruma del cañón y el mosquete y la hierba con la púrpura de la vida. El general Latorre (ya había conocido la derrota en Mucuritas) sabe que está perdido. Algunos flancos no le obedecen, huyen. El caballo criollo, habituado a salvar charcos feos y coñales dentados, no atiende al freno sino al colmillo de la espuela que le muerde el ijar. Es uno más e indiviso en el combate con su jinete de lanza lengua e’ vaca. Le encantan que lo barajusten: de eso saben los toros matreros del ojeo y el rodeo. Acosta Saignes y el doctor de Armas lo reclaman para una estatua.

Ha dicho adiós el Negro Primero con un hueco en el pecho. La victoria en el talón y en el puño, los venezolanos afrontan al batallón Valencey, gente brava, gente felina en la refriega que ya presienten que el imperio español ha caído en la batalla y en lugar de rendirse se aíran. Los nuestros lo acunan en la quebrada de La Barrera, pero no cejan. En la retirada se llevan en la lanza, en la espada y el disparo a no pocos venezolanos, entre ellos al general Cedeño, insensato en la valentía y el honor. Casi al lado, el coronel Plaza no soporta la herida que lo derriba mientras perseguía al batallón Infante.

Latorre busca irse. No sabe aún que han muerto 2786 soldados de sus tropas, algunos oficiales y 120 subalternos, nos avisan luego los papeles en el recado último de esa guerra primordial. Curvados por la pérdida bochornosa, las lastimaduras de afuera y de adentro, atraviesan Valencia los vencidos rumbo a Puerto Cabello, rumbo a la nada.

Triunfadores, muchos morimos con Cedeño, con Plaza, con el Negro Primero y con tanto venezolano de a caballo y de a pie, pero fuimos más aún en la perennidad, como reclama la gloria que acoge a la vida y a la muerte por igual para eternizar a Venezuela, que como ese día, seguimos a Bolívar y esta vez para siempre.

 

Luis Alberto Crespo

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