Casi toda una vida tardó el recuerdo de su obra para mirarse en las bibliotecas y en los libros que nunca publicó. Nació y se eternizó en tierra zuliana y mientras duró entre nosotros no cejó en su fervor por la crítica y por la narrativa. En ambos oficios probó dones de aguda perspicacia y de invencionero de ficción narrativa, mas se negó a ceder la profusa manera de su ingenio a las casas editoras. ¿Por qué? Nunca lo sabremos. Acaso él mismo adujo desinterés por reunir tanta creación analítica, anecdótica y dialogada en la apariencia física del libro. Prefirió su frecuentación en los periódicos y revistas de entonces. Eran los años veinte y finales del treinta, con Darío fuerte y la bulla modernista hasta en la manera de comportarse en el estilo y en los gustos de la cosa escrita y el decir mismo.
La vanguardia le siguió muy de cerca así como la nombradía de los escritores cuyas creaciones observara con sumo cuidado, así en la loa como en el disenso. Supo, como pocos, cotejar la excelencia y las torpezas de los géneros, privilegió en el curso de sus análisis críticos la fina y peligrosa ironía sin menoscabo de que fuese el autor cercano o de otros ámbitos, ora actuales, ora pretéritos. En sus lecturas abundaron el clásico y lo novedoso. Como su tiempo fue el del modernismo y el positivismo que hemos dicho lo abordó con suspicacia, como quiera que sus excelencias de crítico avivaban la evaluación, el análisis donde cabía la amplitud en la comparación, la semejanza y la incertidumbre.
¡Extraño Semprum! Sus coetáneos supieron exaltarlo, le ofrecieron su festejo y leyeron cuanto leía y sometía a su perspicacia y a sus inventos. En él convivían así el analista y el imaginero, el de la prosa encantada por el son de la estética, porque era artífice de la escritura pulcra, avara de retórica y de sobreabundancia. Fue pues exacto. Iba al grano, diría el vulgo de los contertulios y en los mentideros de café y licor.
Pero no sólo fue lector del otro, ni su averiguador, tampoco nada más al narrador y al novelista, porque además compartía esa pasión con la práctica médica y arriesgó parcialidades ideológicas en esos días de gobiernos oscuros y perseguidores de la controversia y la objeción. Admiró las rebeliones y las revoluciones, se enfrentó a las inclemencias del silencio que gobernaba con Castro y Gómez. Se fue de aquí no para huir, sino para mirar de cerca la ignominia y la cacería humana y espiritual de la barbarie, pero volvió a ser Semprum en las páginas de la lectura pública. En ellas no escatimaría ni el juicio teatral, ni la crónica ciudadana y miscelánea.
De aquel joven de las agrupaciones literarias, como las de Ariel marabino maduró pronto el adulto de la pluma de justiciera y fantaseadora en las rubricas de El cojo ilustrado y la confrontación de su ideario intelectual en aquellos Diálogos del día donde sirvió de contertulio a alguien invisible para tratar de lo humano y lo divino de la escritura y sus aledaños. Por su mirada crítica pasaron los nombres de las generaciones del 18, las agrupaciones que siguieron y también los solitarios. Aún es imperecedera su visión del primer Gallegos.
Cierta vez, Rómulo Betancourt (el otro, el del exilio y el buscón del socialismo pronto traicionado) cometió con creces la escritura literaria para celebrar la prosa y el fervor izquierdista de Semprum y su aversión al capitalismo.
Hoy, aquel terco silencio suyo ha sido conjurado por la colección Clásica de Biblioteca Ayacucho.
He aquí al lector y al inventor de la literatura venezolana dueño al fin de esa casa de papel cuyo domicilio tanto desdeñara.
Luis Alberto Crespo