Roscio: La rabia de la guerra y sus leyes

San Francisco de Tiznado no era nadie entre los pueblos de la Provincia de Caracas, cuyos límites (por  el costado de los llanos guariqueños) se detenía en Aguardatinajas, donde el padre de Bolívar poseía largo feudo. Allí, entre el arreo de reses, hijo de Cristóbal Roscio, italiano de Milán (a quien no lastimaba la ignorancia, puesto que dominaba el latín) y su madre mestiza,  Paula María Nieves, en morada campesina, nació Juan Germán Roscio. Acaso su vida hubiera corrido la misma suerte del villorio, uno más de la Capitanía General de Venezuela o Factoría y absolutismo mercantil de la Compañía Guipuzcoana, dueña de fijar el  precio de los cueros y los frutos de esa Venezuela, aún sin Venezuela, si no lo hubiera sido ungido por el destino como se sabe. Sí, tal vez hubiera terminado viviendo al arrebiate del padre como pastor y comerciante del agro, de no ser por Doña María, la esposa,  nada menos, del Marqués de Mijares, amiga de la familia y a quien la rindiera el cariño que la movía por uno de sus vástagos, Juan Germán. Tanto fue ese sentimiento  y tan largo y tan sin desmayo que cuidó del muchacho hasta verlo lucir la toga de abogado.

¿Cuándo  comenzó luego el  derrotero  de uno de los forjadores  de nuestra gesta independentista? ¿Acaso -como tiene dicho Merleau-Ponty- cuando un revolucionario no es una creación de la ciencia sino de la indignación. En lo que toca a Roscio tuvo como fecha de bautismo su alianza con Gual y España y los insurrectos contra el Imperio español. También su afrontamiento con los juristas del Colegio de Abogados que le negaron su legitimidad entre los suyos, por considerarlo un pardo, un blanco de orilla, de cuya negativa saldría librado gracias a sus dones en la profesión y a su discurso de futuro legislador. Dicen -entre leyenda y mentideros no muy hueros- que el  clero le había negado a una vecina -¿o a su mujer?- el derecho a arrodillarse ante el altar sobre una almohadilla, privilegio sólo permitido a las mantuanas.

Lector voraz de la escritura jurídica determinó desconocer con un grupo de insurrectos a la Capitanía General autoproclamándose constituyentista del 19 de abril y asumiendo la Junta de Caracas, ese primer día de la creación de Venezuela. La historia y la historia de su vida sólo pueden glosarla la redacción de las leyes con la que se iniciaba la República de Venezuela aquel 5 de julio de 1811, cuya Constitución, redactara y suscribiera así como las leyes de la guerra liberadora, las del Congreso de Angostura, de que fuera diputado, la Vicepresidencia de la Gran Colombia, la dirección de El correo del Orinoco, como lo fuera antes de 1810 de La gaceta de Caracas, organizador de la Constitución de las provincias y también nuestro primer canciller.

Incansable entonces fueron las armas de su escritura y sus debates independentistas. En 1817 concluiría su obra más alta, El triunfo de la libertad sobre el despotismo,  elegida entre los Clásicos de la Biblioteca Ayacucho. Se  fue a editarla a Pennsylvania para que no la quemara el auto de fe del Santo Oficio caraqueño. También escribió El Catecismo religioso-político contra el real catecismo de Fernando VII.

Sufrió el fracaso de la Primera República y las rejas de la cárcel, acusado-fuera de toda duda- de formar parte de su creación. Pudo escapar de la ergástula cuyo candado se cerrara  para siempre sobre la desgracia de Miranda. Una especie, difundida tras corrales, se preguntaba por qué fue ambiguo con el Precursor, a quien los godos dieron la espalda y también él-que no lo era- cuando  lo confinaron como  diputado del perdido caserío de El Pao cojedeño y le mezquinaron el apoyo en el campo de batalla.

Sus lecturas fueron las de toda lengua, sobremanera la de Rousseau. Así mismo, abrevó en las Sagradas Escrituras, las del viejo y Nuevo testamento, donde encontró alianzas con la voluntad de desconocimiento, distinguiendo a Cristo como a un insurrecto del imperio romano. Su teología liberal se opuso a la de los clérigos, defensores de la tiranía absolutista de Fernando VII. Animó a sus lectores y a los seguidores de la Liberación a desconocer la obediencia ciega, sumisa, ese sentimiento de la ignorancia, obediente a la clerecía, acólita, lacaya, de la Corona, enceguecida por el sermón eclesiástico, el segundo poder de la monarquía española.

Cierto  día (moriría en el 1821), escribió una carta a Martín Tovar donde pareciera desilusionarse de su participación por escrito de  la guerra ordenada por las leyes constitucionales: “Yo quisiera más bien obrar con las armas en la mano para vengar los agravios de la patria que escribir más de lo que he escrito. Nunca fue esta mi profesión; pero ella lo debe ser de todo hombre que ame la libertad y que aspira darla a sus semejantes”.

Domingo Miliani lo copia en las puertas de su prólogo para Ayacucho; pero el hado, el ananké de los griegos, pudo más que esta incertidumbre. La historia de nuestra guerra y de su triunfo, requería, con Bolívar guerrero, de este otro guerrero, el de la rabia de la guerra y el sosiego de la ley, esto es del gobierno de su civilización.

 

Luis Alberto Crespo

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