Sor Juana Inés de la Cruz: libertad de mujer en prisión de convento

El enclaustramiento, el entierro en vida de las mujeres en los conventos, prosperó durante la Edad Media mexicana del siglo XVI. La separación del Estado y la Iglesia, la Reforma y la Contrarreforma  rindieron obediencia al provecho de esclavitud, al maltrato humano más vil y a la fe de la mujer como cosa, como utilidad hogareña y fertilizable.

Con pereza carnal, indiferente al goce físico, ella acudía presta al convento donde aceptó someterse al abandono de su cuerpo -el objeto cochino- y a la entrega de por vida al amor de Cristo, oculta bajo el hábito monjil.  Afuera merodeaba el miedo a la Santa Inquisición, al confesionario y a la policía de Cristo: el presbítero y la moral colectiva del vulgo y del Estado.

No iba sola: se hacía acompañar de alguna esclava o una sirvienta porque así lo exigía su condición de acaudalada o con título nobiliario. Algunas leían y hasta escribían añoranzas, amaban -como aconsejaba Platón- a la sombra de un hombre de extramuros y de su lesa indiferencia, diría aquella monja portuguesa.

En ese México que decimos vivió Juana Inés Asbaje Ramírez de Santillana, a quien pronto su determinación de enclaustrarse en un convento alteraría su nombre pagano por el de Sor Juana Inés de la Cruz, que así la conoce la poesía del siglo de oro, el barroco literario y su nombramiento -con la Safo griega- de décima musa o Sibila de estos lugares.

La historia dice que su genio lírico comenzó bien temprano, lo mismo que su voluntad de esconderse en un claustro, pero ¿por qué decidió dejar sus servicios de doncella de honor de marquesa de alto coturno y  eludió el requiebro de algún galán de probada petulancia y bolsillo generoso?

Eso nunca lo sabremos, que no fuera el de la conjetura de haber desdeñado el estorbo del boato, la holganza de salón y la rutina de la frivolidad por preferir la obediencia de la lectura y los achaques de la escritura y la poesía, donde lograría su eternidad.

La fama fue su mejor compañera en la celda conventual y la epístola con la que entretuvo la amistad entre hombres de sotana, calzón de seda y fustanes de frufrú,   mas no por ello distrajo su fe en Cristo y en la austera disciplina de adorarlo. Sin embargo, desdeñó no pocas prohibiciones que le imponían el desdén de toda riqueza y  de la belleza  -la de su rostro y la de su escritura-, que adujo eran dones de Apolo.

Con todo,  no en poca de sus obras, las del cántico espiritual, el auto sacramental y las demás formas de la métrica  barroca  del siglo de oro, abunda su confesión religiosa, sin desmedro de alguna poesía cortesana escrita por encargo de cierta dama de la nobleza mexicana, a la cual, durante alguna confidencia epistolar motejaba de haber sido hecha “por mi inmunda boca y en baja pluma”.

Tuvo un confidente de excepción: el obispo de Puebla, Fernando de Santa Cruz, quien se disfrazó de Sor Filotea, para mejor escuchar y responder a las intimidades de la monja en las que cielo y mundo  y las dudas de la fe frecuentan esos diálogos escritos. La respuesta a Sor Filotea es, en sí misma, una obra sin par en muestras letras y las del barroco español., como lo es El Sueño y su autobiografía Los empeños de una casa, donde se oculta bajo el  nombre de Leonor para facilitar, sin castigos de iglesia y de convento ni prohibiciones de la sociedad colonial, sus vínculos con Carlos, el amado. “¿No soy yo gente?” Observó cierta vez; “¿no es forma racional la que me anima?, insistió.

Bella era, hermosa y no desautorizó nunca su apariencia, ora ofrecida al Señor, ora a la preciosidad poética en la que abunda el sainete, el romance, el auto sacramental, el soneto. Aceptó      y amenazó el orden establecido para la mujer, señala Margo Glantz en su minucioso prefacio de la edición de los clásicos de Biblioteca Ayacucho. Durante los tres tomos de la edición de marras, la vastísima invención lírica y reflexiva de Sor Juana Inés de la Cruz  halla lugar su reclamo a favor de la libertad femenina, por lo que a la gran obra literaria que orna su nombre, acompañase la de defensora del feminismo. Bastaría con citar algunos versos suyos, extraídos de uno de sus poemas más notables, para medir el alcance de dicho reclamo y la poética y el pensamiento que fuera su celda de la libertad creadora:

Hombres necios que acusáis

a  la mujer sin razón

ni ver que sois la ocasión

de lo mismo que ocultáis…

 Luis Alberto Crespo

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