Ramón Palomares, como todo lo que vuela

Y fue de Escuque, como la poesía venezolana:

Un olor a eneldo, a árbol del cínaro bajo la lluvia, a sombra del say y su barba de helecho blanco y un pájaro en una piedra, sediento, que en vez de serlo es un alma, el alma de un hada, la señora Polimnia Sánchez de Hostos, maestra de escuela, por lo tanto. Así comenzó a ser poeta con la estatura de los campesinos, primero niebla, después también y unos ojos de quedarse viendo lo que vivía lejos en lo hondo de los ventisqueros.

Y fue un niño, un niño descalzo, que se trajo la pobreza hasta las plazas del pueblo y vio esa diosa de aula y pizarra.  “¿No sos Polmimnia?”le preguntó en la lengua de los labriegos del poema inmortal. Sí, era ella o el pájaro, el espíritu que insistió en dejarse en un libro, en cada uno de nosotros y hoy es salmo, conjuro de la pesadumbre, hoy, cuando se nos queda “aquí en el pecho”, “allí lo más del corazón”.

Lo demás nos cedería lo que nos conmueve: una escritura apenas, mientras la voz que la escribe contiene la emoción como el goteo del rocío en la punta de la aurora. Trata de un idioma que canta, que murmura, entre el contentamiento y la pena, como le sucede a las neblinas en esas alturas de Trujillo, blanca, porque se calla, de pronto, y se siente el aire que atraviesa sus decires de agua de torrente y de ojo de pozo musgoso, lenta o efusiva de puro hablarle a la frase que la refleja entre los brotes de los nomeolvides y el trébol tierno.

No; no es posible nombrar a Ramón Palomares de otro modo. Uno permanece perplejo, se queda absorto, al asomarse a las páginas que mueve la brisa de lo gris y lo purpúreo donde se domicilia el páramo: “Ya vienes echando rosas, ya vienes abriendo oro, /ya te pusiste los montes, /despertaste las colinas y las matas de malva”.

Así, día tras día, página tras página, en ese o el mismo libro, ora Paisano, ora Adiós a Escuque, menos escritos que dichos en voz baja, al oído, con aquel aire de allá arriba de donde vino y aquellos dedos de recoger la flor y tenerla para saludar con ella y mirarnos y callarse hablándonos con el poeta que fue, con el que es. ¿Quién que no sea contemplativo no se la pasa asido a la dulzura, lo mismo que la subida del aroma desde la dicha o desde lo compungido, entre oro y medioluto, la sonrisa y la lágrima, pleno, en medio de lo que colma y desampara, igual que perdernos en los ojos de tanto aquietarnos a la manera de los solos, sin decir nada, ahí, en lo íntimo y lo vasto?

¿Cómo saberlo? ¿Cómo contestarse sin presentir que ahí ya viene lo triste en medio de lo festivo y uno pasa por un páramo y ha oído al toche, allá abajo, el toche, el pájaro que suena gris y por ello suspira? Porque vivir anda acompañado siempre de lo cejijunto, “hasta que me fueron dejando/y fue esa luna roja, esa piedra negra, /esa rosa que me venía iluminando, iluminando”.

Patricia Guzmán lo sabe, y lo dice mejor en el prólogo que suscribiera en la edición de los Clásicos de la Biblioteca Ayacucho, porque ha meditado con mucho cuido sobre la perfección que desveló a Ramón Palomares en su averiguación de lo eterno en su ocultamiento de la apariencia de lo real al borde (nunca en lo hondo vano) de cuanto se queda para conmovernos en el mundo desde esos lados ventosos y cobijados, no se sabe dónde, en las cumbres humosas de las nubes, una siembra de betunias o la loción del azahar y hasta en el recuerdo de Humboldt y de su deslumbramiento selvático cuando conociera “Todas las estaciones en un día/Todas las estaciones con su delicia y su inclemencia”.

No leemos a Ramón Palomares: somos él en nuestra ansiedad por rescatar de nosotros la voz que perdimos y no sabemos decirla y nos preguntamos ¿qué nos hicimos?, ¿por qué no podemos serlo, él, Palomares, que es todo lo que vuela y te llama?: “-Alma-cuando diga a llover/Llámame-¡De donde esté yo vengo!”

Luis Alberto Crespo

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