Vallejo: He muerto, lo supe

Nació un dieciséis de marzo de 1892 en un pueblo agarrado de una montaña. Hacía frío. Ya joven, su madre le llegaba a la altura del latido. Sufrió temprano del amor de unas muchachas. Ningún poema de Trilce las olvidaría. Al principio cometió sonetos. Darío sería su dios. La muerte fue una costumbre que empezaba temprano. Quiso recibirse en una academia. Los oficios viles lo ocuparon de muchas maneras. Era uno más de sus once hermanos. Siempre sería domingo en las claras orejas de su burro. Su mocedad no se movió del sur; llegó hasta Chile. Perú le dolió duro. Le reservaría ciento dos días de cárcel por una culpa que nunca cometió.

¿Cómo hizo para llegar a París? El hambre, el cuarto estrecho lo esperaban. Delgado, pesaba cuarenta y cuatro kilos. Mientras huía inútilmente, aquella vez, de los gendarmes, soñó que moría, pero no un jueves, ni llovía, ni tampoco fue otoño, sino Semana Santa. A su lado, lo amaba una mujer desconocida, la muy pálida que todos sabemos.

De esa premonición escribiría un poema que cada uno de nosotros deletreamos. La eternidad no le sirvió de nombre, César, César Abraham, de Santiago de Chuco, sino el de Vallejo. De su país desdeñaría “la risita peruana” y como Van Gogh, su obra no se vendía.

Se sintió mal, como cansado y se acostó, se acostó para siempre. Para que no se muriera, su mujer, Georgette, le trajo, adivinos, brujos. “Veo que este hombre se muere…pero no sé de qué”, dijo uno de los médicos que lo atendiera, bien que tiempo después, un galeno eminente, el doctor Urquijo, se atrevería a sospechar que su muerte se debió a “un  viejo paludismo”; y aconsejó que investigaran sobre el tema, pues podría resultar “de interesante publicación científica”.

Creyó en Moscú, en el obrero. España fue el último nombre que deletreara. Georgette, que estuvo siempre a su lado, disintió aseverando que habló de un jardín parisiense, el del Palais Royal. Después corrigió acremente a quienes agobiaran de conjeturas su rápido final. No; su habitación de enfermo no olía a muerte. Sus estertores no se escuchaban afuera. Y habló mal (con insistencia) de Neruda en un aparte del tomo tres de las obras completas del poeta,  que editara la editorial Laia, de Barcelona.

¿Su verdadera patria sería España, la España de la guerra civil? Cuando muriera (eran las 9 y 20 en punto de la mañana en todos los relojes), la República española lobreguecía de larga herida. Pudo concluir, sin embargo, el poema España, aparta de mí ese cáliz, entre dolencias de sequía creadora. Acerca de la modernidad poética de entonces (el creacionismo, el futurismo, el ultraísmo, Dada, Breton and Company), dijo: “un hombre pasa con un pan al hombro. ¿Voy a escribir, después, sobre mi doble? Otro se sienta, rascase, extrae un piojo de su axila, mátalo. ¿Con qué valor hablar del psicoanálisis? Otro ha entrado en mi pecho con un palo en la mano. ¿Hablar luego de Sócrates al médico? Un cojo pasa dando el brazo a un niño. ¿Voy, después, a leer a André Breton?”

De su obra (no tuvo tiempo para prolongarla) el ser de este o de cualquier mundo deletrea “Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!/Golpes como el odio de Dios; como si ante ellos/, la resaca de todo lo sufrido/ se empozara en el alma… ¡Yo no sé!”, de su primer libro Los heraldos negros. O se sabe al caletre “¿Quién hace tanta bulla, y me deja/testar las islas que van quedando. /Un poco más de  consideración/en cuanto será tarde, temprano,/y se alquilará mejor /el guano, la simple calabrina tesórea/que brinda sin querer,/en el insular corazón,/salobre alcatraz, a cada hialóidea/grupada”, de Trilce, cuya primera edición tardaría tanto en leerse.

Hoy, Vallejo no es un muerto (ya lo había sido, en el cuchitril de un amigo, allá en Perú, a mitad de un sueño del que despertara súbito); no; tampoco un poeta, un poeta para siempre, sino un hechizo de la lengua, una caligrafía de la desmesura imaginaria, un idioma universal de región, vale decir, del español de aquí, descolonizado, afrontado a la hispanidad lingüística y ocupadora, un país mestizo, una tierra apaleada, real y holísticamente, en verdad o en semejanza, un modo de hablar y de hablarnos en latinoamericano legítimo, en alfabetismo poético, hasta en el ser que somos antes y después de Vallejo, quien inclinó su cabeza, un viernes de 1938, del lado izquierdo de su pecho donde desfallecía el vuelo del pájaro montañés de su corazón, asediado por el cazador furtivo que nos acecha, que nos busca, paciente o sorpresivo, pero de esta suerte, como un augurio, como una nostalgia de todo lo sufrido:

Me moriré en París, con aguacero,

un día del cual tengo ya el recuerdo.

Me moriré en París—y no me corro—

Tal vez un jueves, como es hoy, de otoño.

 

Jueves será, porque hoy, jueves, que proso

estos versos, los húmeros me he puesto

a la mala y, jamás, como hoy, me he vuelto,

con todo mi camino, a verme solo.

 

César Vallejo ha muerto, le pegaban

todos sin que él les haga nada;

le daban duro con un palo y duro

 

también con una soga; son testigos

los días jueves y los huesos húmeros,

la soledad, la lluvia, los caminos.

 “Nació aparte, vivió aparte, sin bien diluido en la multitud, y murió aparte”, anota su amigo Juan Larrea, pero su perennidad es de todos nosotros.

 

Luis Alberto Crespo

    

 

 

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