No es en sí misma una novela, bien que ceda al lector la anécdota o asunto que la define como tal. Pero más que novela trata entonces de una autobiografía novelada y más que de una autobiografía novelada de una obra maestra. José María Arguedas, su autor, transcribió el testimonio de Ernesto, su otro yo, o él mismo. Apenas enmascarado para conservar de esta suerte su fervor a su pasado de criollo peruano criado por los indios quechuas donde se criara en un reducto infame, al fondo de la hacienda de un amo terrateniente. Sus padres adoptivos fueron Pablo Maywa y Victor Pusa, quienes compartieron con él su comida frugal, le enseñaron la lengua quechua y la cultura de los pueblos peruanos originarios.
Por ello, hallamos en Los ríos profundos la lectura de una doble filiación -como ya se ha dicho en su análisis valorativo- esto es, la alianza de dos lenguas en cuyo entramado dase la prosa y la confidencia de la obra durante la vivencia y la ficción poética que la configura.
¿Cuál es su eternidad? No es sólo literaria: su virtud estética es la evocación preciosa y ruda del deambular de Ernesto con su padre por los pueblos donde sobreviven los descendientes y súbditos de Guascar y Atahualpa, fieles a su lengua, a sus sentimientos y costumbres. Arguedas no cejó en advertir que su educación era obediencia del idioma quechua y del español y que sus dones de escritor débanse a esa afluencia de esos idiomas en su largo camino por la narrativa por su vida misma, la del niño que había sido, hablante del quechua y del español, y la del escolar, introvertido, melancólico, sin patria propia.
No es posible silenciar el breve y casi apurado prólogo que Vargas Llosa concediera a Los ríos profundos en la Colección clásica de La Biblioteca Ayacucho cuando anota que “al comenzar la novela, a la sombra de esas piedras cuzqueñas en las que, al igual que en Ernesto (y en José María Arguedas), ásperamente se tocan lo indio y lo español, la suerte del niño está sellada”. Es cierto, nomás el personaje de marras emprende su travesía al diestro de su padre todo un embrujo nos visita: el de la belleza idiomática y anecdótica, fascinante y cruda, entre los blancos de la población de Abancay y la indígena. De pronto oímos la música de la calandria y la estridencia del grillo que liba la miel silvestre, pero asimismo conocemos el trato ominoso con que el latifundista lastima a los indígenas, a los cholos, acrecentado con asoladora presencia de los soldados que diezman a las indias chicheras.
Mientras Arguedas da testimonio -travestido en la figura de Ernesto- del martirio que sufre el pueblo quechua víctima de sus amos, distraese de ese calvario describiendo el paisaje que acompaña a su errancia con minucia y preciosidad estilística, deteniéndose en glosar las voces remotas, remotísimas, de sus hermanos de lengua y cultura; y tanto es el goce que el lector vive página tras página que aguarda ansioso el momento en que la narración regala en prosa poética y en canción ritual el afuera de los caminos y el adentro de los solitarios quienes como él refieren con los ojos el follaje, el perfume, el silbo y el gesto de la floresta y su animalancia.
Una lírica pues sucede en Los ríos profundos. Es verdad que después de las primeras páginas la trama de la novela deriva hacia el tratamiento inhumano que sufre el pueblo quechua a causa del maltrato con que lo castiga el latifundista, pero no tarda el escritor en calmar esa pena entonando églogas ancestrales y transcribiendo versos ceremoniales o cotidianos, copiados de esa lengua original que aprendiera y hablara de boca de sus padres adoptivos en aquellas ergástulas donde transcurrió su inocencia.
Libro único éste, alta invención del género, frecuentada por el gozo visual y sentido y por la tristeza y el dolor, entre el vivir de un pueblo otrora creador de la vida y de sus esplendores y reducido a la indigencia y lo infrahumano por los amos del Perú y del destino.
Alguna vez José María Arguedas tradujo el canto luctuoso de los quechuas ante el martirio y la muerte de Atahualpa. Hoy, y sin que él lograra presentirlo, aquel llanto de la tierra que se negara a sepultar a su Señor gime ahora por este peruano que se nutriera del pasado y sobrevivencia de una nación inextinguible como los muros de Sacsayhuaman, allá en el Cuzco, la casa de sus dioses.
Luis Alberto Crespo