…Y está la albufera, su mar delgado y está el bosque achaparrado del cují yaque y el pui y el valle ardiente y sobre su suelo quemado el cereipo, el árbol nacional de Anzoátegui, entre las dispersas palmeras y pasa el Unare con pereza, como una memoria sin ganas de dejar el olvido en el mar que se aproxima.
La añoranza repite junto a nosotros: “Estamos llegando a Alfredo Armas Alfonzo”. Yo lo vi dejar su nombre sobre el barro bermejo del río cuando anotara, al lado de una páginas de Clarines bien lejos, tal si hojeara el árbol familiar con que escribiera el sentimiento que lo hizo vivir nombrando a Venezuela al lado del nombre y el apellido de la casa paterna donde caben la infancia y sus personajes de ropa blanca o de tierra mirándonos -con retenidas ganas de llorar, dijera Rilke- en los retratos del pasado guardados en los recuerdos del papel y las fotografías bajo la luz parda de las gavetas y las repisas.
Es que nadie -o cuántos pocos- dio a llamar de modo compungido al país como este hijo del Unare (porque hasta en el adjetivo del dolor se le notaba la dulzura) con la propia entonación de quien suspira y se lleva la mano en el pecho a modo de aquel verso de Antonio Arráiz, quiero estar en ti junto a ti Venezuela, pero desde Clarines, al rescoldo de su iglesia de arcos sobre el Bajo de Casilda, por ejemplo, en un castellano hablado de ojos mojados y donde la petulancia literaria es corregida como si lo hiciera Pablo Cumache (el sombrero de hoja de palma) “que si hubiera estado en la Guerra de Independencia habría sido general de Bolívar” o como Caota (el de verdad y el de la escritura) o como Tomás Tachinamo, indios sin más propiedad que su mirada y su inocencia o la muchacha Tonito sin olvido o el músico ciego o la taza de donde bebió El Libertador o la calle que arañó con la espuela el general Zenón Marapacuto en aquella narración memorable de Los cielos de la muerte, de cuando Zamora envalentó a los campesinos que se armaron con palos de píritu y machetes a reclamar los bajíos que le robaron los paecistas o lo que memorizaban los de casa, la madre, el padre Ricardo Alfonzo, del mismo nombre del comandante zamorano eternizado por Tovar y Tovar. Todo Clarines, todo Uchire, en suma, toda Venezuela, queremos decir, todo el estilo literario de El osario de Dios, dicho por boca de los moradores de la calle El Sol, de su memorialista y del vecindario de esos valles y esas colinas que respiran el presentido relente marino.
Hacer de ese álbum de recuerdos, de esos papeles públicos de la historia regional del Unare, de Boca de Uchire y del oriente de Anzoátegui un arte escrito, un estilo literario de la oralidad, dijimos, (hasta los nombres del follaje y de los sitios son personajes, hasta los pájaros y la flor) no bastaba para que lo llamemos Alfredo Armas Alfonzo: menester es hallarle país a una obra adjetivada de suspiros, así, subrayados a cada vuelta de página, tal si Venezuela -su ayer, su siempre- cupiera por entero en ese pueblo subido al repecho ocre de Clarines. Es tierra humana, la misma de Asturias, de Rulfo, de Arguedas, de García Márquez en Angelacionesy más en aquella maestría de El compañero hecho de piedad, dedicada a Tomás Eloy Martínez donde “el otro que venía no tenía la saliva como los demás, sino que era de oro, como el que Jesús Marval derretía para inventarle un prendedor a Rosalba. La niña Rosalba él sí la conoció y se mandó a sacar todos los dientes de oro y se los mandó a Jesús Marval para que le hiciera un prendedor, con dos mariposas encima de una rosa Alejandría”.
¿Qué hacer entonces con tanta nostalgia que no sea volverla obra literaria y ofrecerla a la eternidad entre los Clásicos de la Biblioteca Ayacucho, como lo propaga en el prólogo Domingo Miliani? Un siglo cuenta hoy la primera vida de Alfredo Armas Alfonzo y el arte de su escritura prolonga el tiempo de su nombramiento.