Antonia Palacios: La invitada del tiempo

Simone de Beauvoir define en su novela La invitada a uno de sus personajes como el de un “cuerpo que le viene del alma” y es el tiempo el que decide la controversia del ser y su ánima. Cuando Ana Isabel, la niña decente que fuera Antonia Palacios en la plaza de la Candelaria caraqueña, donde transcurre su histórica novela, descubre que su cuerpo ya no puede fugarse por entre los barrotes de su casa para entregarse al goce del divertimiento infantil. En ese instante presintió que el tiempo no era inmóvil, que era augurio de un cambio en su apariencia, el primer anuncio de la mudanza de la niña en mujer, esa socorrida metáfora de la crisálida de cuyo capullo vuela la mariposa.

El tiempo sería después una obsesión continua en la creación de la escritora. Su narrativa, y no solo la ficción, mucho menos su revelación como poeta en el decurso de su labor, terminaría en motivo, en idea fija de la anécdota y en la averiguación de la soledad, de su ingrimitud monologante, cada vez más parca en la confidencia, más interrumpida, casi reducida a susurro. En el ocaso de su vida, el tiempo visitaba su insomnio y le imponía una escritura no más prolongada que el que permitía la hoja rota, el mendrugo del papel suelto. “Papelitos”, los llamaría, y como se imitara a Emily Dickinson, los sepultaba en la gaveta de su mesa de noche.

Quedó sola, sin la compañía de sus personajes y de la  atmósfera -a menudo fantástica- donde ellos se mueven en una intemperie con engaños de ciudad, un ámbito deshabitado como los de Chirico, el pintor de un país frío, fijo en una luz donde nunca lobreguece y donde alguien u otros miran nada, la boca sellada o tratando explicarse con su presencia de estatua viva por y están allí, en ese vacío.

Acaso esta sea la “rareza”, de la narrativa de Antonia Palacios: el de darle a la anécdota una lectura oblicua, menos descriptiva que situada, como lo que ocurre en sus existencias donde importara menos la confidencia que lo extraño, lo extraño sobrevenido: alguien sostiene un disco, lo lleva a un fin desconocido, ambiguo; otro espera y hay una plaza, un camino, una vía férrea, un lugar desconcertante, aquí, lejos o en ninguna parte.

Ocurre en el lector que esa rareza narrativa despierta en él la duda en calificarla dentro de determinado género; y es ese su embrujo y no otro el cambio paulatino de la ficción en el arte de la escritora que cambia su prosa en monólogo poético, donde transcurre un su aire desértico, ése que respiramos en su última escritura, desde Hondo temblor de lo secreto hasta Ese oscuro animal del sueño.

Quien ahora escribe es la autora de una poética del desamparo en que la deja el tiempo y sus castigos memoriosos. Leemos en ella una realidad -lo señala Humberto Díaz-Casanueva en la edición de los Clásicos de la Biblioteca Ayacucho– más “enigmática”, “más interior, ya sin el prójimo con quien mantuviera confidencia en sus relatos, sino ella sola, brumosa, solitaria, patética, en medio de un abatido resplandor, como aquí, en el Largo viento de memorias:

“Retírate. Retírate hacia adentro. Un poco más allá, más hacia adentro. Empuja hasta tocar el borde, respira fuerte. Exhala el aire reprimido en tu aliento. No te detengas. Aprende a caminar de espaldas, deja tu frente al descubierto. Si te hieres haz que tu cuerpo salte, se sacuda la sangre, el polvo oscuro. No dejes que la luz te encandile. Cierra los párpados y mira lo que irradia la tiniebla. Lleva contigo tu desfallecida palabra, tu naciente canto. Inaugura tu voz en lo más hondo”.

Diríase, entonces, que Antonia Palacios halló una suerte de sobrevivencia ante el deterioro del tiempo y dejó de ser la Ipsipila de la crisálida en el poema de Darío para vivir una transfiguración existencial, la quimera de una liberación. He aquí su don primordial: el que le concede marcado relieve en la mejor prosa poética de estos tiempos.

Luis Alberto Crespo

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