No duró mucho aquella Caracas de Manuel Díaz Rodríguez y Teresa de la Parra. La culpa del derrumbe de su perfil solariego, su tranvía, su chistera y su sombrero de camarita, la falda hasta el tobillo, la rectada modernidad, no han de endilgársela sólo a los primeros despilfarros del boato petrolero: la intromisión de la escritura (ya sin Darío fuerte y verlaine ambiguo, porque el modernismo ya cansaba con su embrollo de miriñaque aburguesado y su alijo de envalijados adjetivos), se atrevió con esmero a privilegiar el hombre de esquina, el mujiquita gallegiano, los cuentos grotescos de Panchito Mandefuá de Pocaterra, la poesía hablada en lengua del común de Antonio Arráiz y las invenciones verbales de Salustio González Rincones, mientras Ramos Sucre esperaba ser leído durante la revuelta lírico-política de los sixties. Se fue Gómez y llegó el partido. El habitante se bajó del rucio moro y adquirió un auto.
El resto lo reservamos a la sociología y a la historia lineal.
¿Dónde quedaba Venezuela en su apuro de ser ciudad? Hasta dónde alcanzaba el alambre de púas de su defensor Santos Luzardo? ¿Cómo palidecía en paulatino abandono aquel color local, el corredor, la trinitaria, el ladrillo bajo el chichís de la espuela?
Con premura, la provincia, “el interior del país”, se había ido de empleado de la Creole marabinanorteamericana y luego agobió a Caracas. El resto se lo dejamos a la antropología y al ensayo de Picón Salas porque ya son los años cincuenta y Salvador Garmendia sana su juvenil tuberculosis, ahíto de narrativa naturalista y del caletre de los llanos y la selva de Gallegos. Se era de vanguardia, por lo tanto del partido comunista, se sufre la nostalgia, real e imaginaria de Saint Germain-des-Près. El barquisimetano Garmendia comienza escribir Los pequeños seres, su primera novela y escribe guiones.
Pronto, el betancurismo expulsa la izquierda hacia las montañas. Pérez Jiménez había sido un Gómez de 1,65 de estatura y la obsesión por derrumbar casas de ventanas, emprendiendo así el desplome de la última intimidad de la capital. Además, ideó la tortura del cilindro del caucho y la maldad de la Seguridad Nacional. Vino Betancourt, ya lo dijimos. El resto se lo dejamos al recuento pasatista e ideológico mientras Salvador Garmendia se daba a mirar al nuevo habitante de la ciudad. Lo supo desmañado, el desaliño en su apariencia y el desasosiego en su vivir.
La realidad acabó con su ilusión de provinciano lector, por ejemplo de María Eugenia Alonso, la muchacha que escribía porque se fastidiaba. Conoció y habitó la pensión “para caballero de orden” y se observó solo, al principio, con sus borradores narrativos. El realismo feo, esto es, verdadero, le cedió cuartillas a imaginación creadora y cierta crítica lo tildó de antigalleguiano. No le importó; no le hizo caso a tal inquina y fue el creador de Mateo Martán y los suyos en las siguientes novelas, Los habitantes, La mala vida, Los pies de barro y sobre todo de Día de ceniza o la poceta, el ascensor, el tufo a endeudado, el empleadito o el abogado con olor a old spay (Adriano González León dixit), la parroquia, el edificio, en una prosa que se detenía con la cosa, el cachivache y los identificó con el alma de “los pequeños seres”, todos antihéroes. Nunca imaginó el novelista que llegaría a ser un clásico, que Ángel Rama lo eternizaría cuando enjundió con envida de la canalla intelectual su valoración.
Oscar Rodríguez Ortiz, en el prólogo que escribiera para la edición de la Biblioteca Ayacucho, se detuvo con hondura a precisar que con su novela primigenia Garmendia, como Gallegos, “comenta y generaliza el estado del imaginario colectivo y las fuerzas enconadas que en los años sesenta chocaron cruentamente en Venezuela: el tiempo de la descolonización del Tercer Mundo, la revolución cubana, las rebeliones juveniles y otros terremotos culturales”. Al fin, la ciudad olió a hombre, a cuerpo civil y mostró su descalabro íntimo, cotidiano con calificativos para nada primorosos. ¡Ay Ifigenia! Juan Liscano dijo que con Garmendia la anécdota narrativa describía el detritus, el insecto kafkiano humanizado, la satisfacción sexual del solitario, el policía, salvo los ratos de añoro y de ternura en Memorias de Altagracia, a más de cuentos, hasta hoy cuando el tiempo literario no se cansa de exaltarlo con tanto mañana de vanguardia que lo perpetúa
Luis Alberto Crespo