Antonia Palacios fue Ana Isabel, una niña decente entre los barrotes de una casa frente a la plaza Candelaria cuando Caracas terminaba en Chacaíto y su valle se tendía en el verdor de la caña, el follaje purpúreo de los bucares y el azahar de los cafetos, mientras el Guaire y sus arroyos transcurrían sin estorbo del automotor y el ronquido de los autobuses que no fuera el gaznate del catarroso trencito que con pereza provenía de Barlovento. El agua se precipitaba de una de las zanjas del Ávila (mediaban los límites de la larga y undosa hacienda Sans Souci aún sin mudar su nombre de Country club) y hasta allá iba la niña con sus amigos a gozar de la cascada de su fuente bajo el cuido de algún gañán de los Palacios.
Ana Isabel tuvo domicilio bajo los samanes de la plaza y en medio de la grita de los mocosos de entonces. Sonaba la campana de la iglesia y le hacía coro el cencerro del tranvía. La inocencia se retardaba de una a otra página en la lectura de ese libro, el breve libro, cuya tranquila anécdota daría nombre duradero a la narrativa venezolana, como se sabe; y Antonia Palacios, su inventora -acaso sin proponérselo- iniciaba de esta suerte el camino, el vasto camino, de su destino de escritora.
Desde ese su primer achaque literario harían cotejo otras escrituras como Viaje al frailejón y París y tres recuerdos, donde guardaría memoria de aquel César Vallejo penumbroso que cierto día esmeraba su hermetismo de peruano del Perú cuando agotaba una copa de calvados en cierto café de Montparnasse; pero aún no era ella definitivamente Antonia Palacios. La esperaba el dolor que le ocasionaría la muerte de una hija y la revelación de una prosa en la que una atmósfera de ciudad sin nombre propio y unos seres que perdían realidad, desfigurados por el resplandor de una confidencia que como luz de última tarde perdía sus contornos en un tiempo alternando la apariencia narrativa de un estilo desusado en el género que había una vez de los años veinte que medraban entre el gomecismo y el aprendizaje, el duro aprendizaje, de primeros días en nuestra democracia.
En los momentos siguientes ya la escritora es dueña de varias obras. La crítica, no sabe cómo llamar a esos títulos, ni menos a su interioridad. En verdad era una rara del oficio. Su decir insistía en entretener la prosa de un lugar desconcertante, la de un largo día ya seguro y unos textos del desalojo (que así llamaba a sus insomnios, sus cómplices en la imaginación).
La poesía o -por mejor nombrar- la transfiguración de lo real (que antes solía irrumpir en medio de la anécdota) permitiría que su obra se adueñara de un señorío cada vez más cotidiano, más siempre. La prosa narrativa se rindió a esa irrupción y luego a su adueñamiento y Antonia Palacios conoció y padeció tal soledad creadora. Bastaría citar su libro Hondo temblor de lo secreto para identificarla con la poesía en prosa más personal y única de las que se tenga noticia en nuestro acervo literario.
Ella, Antonia Palacios, había recibido, en su ahora alta vida, la visita del tiempo, allí, donde ocurre el deterioro del cuerpo, la carnalidad de lo marchito. Cesó de referir el asunto narrativo, no convocaba para nada a sus desfigurados personajes: se encontró sola, sola consigo misma, crepuscular y murmuró, dio testimonio, confesión de mujer Job, habitante de la ceniza, vacante en un desierto físico, se este modo:
Sobre mi cuerpo cae la sombra., se detiene en mi cuerpo, lo arropa todo. Quiero abrir una hendidura, una leve transparencia que apenas roce mi frente. Me acosa el siniestro fulgor. Mi desnudez se oculta en una materia que segrega oscuridad. Alguien grita a la noche. Alguien la nombra, esta sin fuegos, apagada t tan quieta. En un silencio extremo comienza a circular
la noche. En ella me detengo.
Dama en el desierto de su cuerpo la he llamado. No perturbemos pues su sombra sobre la arena. Quiere ser ella, íngrima, perpetua, como su escritura.
Luis Alberto Crespo