La sabana, la aldea, el campo, el susodicho color local, el remedo del voceo, la copia del decir más rústico, galleguiano, duró largamente en nuestra escritura narrativa. Manuel Díaz Rodríguez la cambió por el adorno verbal en Peregrina, la acicaló en Ídolos rotos y habló al estilo del positivismo y la provincia lució acicalada.
Salustio González Rincones inventó en prosa y verso su solitario modo de atreverse a poner boca abajo la apariencia del afuera y jugó con el letrismo donde la descripción y la anécdota alborotaron la fantasía.
Entonces llegó Salvador Garmendia de Barquisimeto.
Eran los años cincuenta.
No requirió de la lectura del nouveu roman: no calcó a Robbe Grillet. Lo hizo sólo. Se juntó con los revoltosos de la vanguardia cultural del café y la cerveza, la diatriba guerrillera, la mayoría como él, interiorana, pero con nostalgia parisiense o de revolución cubana.
Cierta vez se encontró entre sus borradores de narrador bisoño, si no indeciso, con un personaje callejero, uno de los pequeño seres viandantes de Caracas. Lo llamó Mateo Martin y agotó no muchas páginas en proponer al desocupado lector otra mentira narrativa de cuello y corbata, el oficio tribunalicio o de almacén, la conversación de pensionado que no fuera de gañán, ni de coleador de toros, menos gallero y su español bárbaro del arreo, de escarbador de sementeras y en alpargatas. El agro, el pastoreo, el jolgorio parroquial y la intriga o el deseo de macho criollo y a veces de redentor político y universitario a lo Santos Luzardo echado a un lado.
No; leer a Garmendia lo cambió todo por el argumento de otra rudeza, en adelante aprendimos a héroe de traje de funcionario y de abogado, de ministerio y de partido, el del don nadie de la calle, la esquina y el pasillo. Allá fuera no se oía el canto de gallo alguno ni mugía la vaca Mariposa; tampoco tronaba entre los palmares o se quemaba el pasto. Nadie pasaba a caballo ni apuraba burros. Muchos le habían dado la espalda al conuco para irse a la compañía petrolera y se olvidaron del turpial, el balido y la puya de arañar la tierra.
Aquí se escuchaba el ronroneo automotor, se sufría del atajo del tránsito, se comía el condumio del kiosco.
Mientras padecíamos ese “destierro” empezamos a leer el detalle de la pared roída, la minucia de lo feo y lo tosco, el expresivo sucio como una prolongación de una pesadilla de nuestra memoria y el tropiezo huero de lo vivencial urbano. La gente de Garmendia mediaba entre el doctor de maletín, el desempleo y el delinque. La muchacha aquella, la Marisela, era esta vez de carne y hueso, no de arrestos de redención; entre los viandantes fue muchas, despertaba inane sentimentalismo y hambre de prostíbulo, según.
Ángel Rama se detuvo a leer con fruición esa narrativa garmendiana de Día de ceniza y de Los pies de barro. La calificó de expresionista y la incluyó entre los más conspicuas de tal estilo. Y fue así, con la venida del renombrado crítico uruguayo, un novelista otro en el achaque de contar crudamente lo purulento, el desperdicio, donde antes se sentía el mastranto y olía a chubasco entre el conuco y la candela.
A esas horas, Garmendia alcanzó nombramiento mucho, maestría narrativa. Nunca fue lírico per sé. Fue escritor de ciudad. Padeció de pronto una preciosa nostalgia, la de Memorias de Altagracia y concluyó cuentos de extraños y volátiles y las del capitán kid. Allí se reía y se atristaba. La destreza en el oficio fue variada, fue diversa: prestó su gran capacidad descriptiva e inventora de personajes a la radio y la telenovela. Fue copiado en distintas lenguas. La versión francesa de su obra sufrió el hierro de la pedante Gallimard. El nombre de Juan Rulfo premió su cuentística. Tiempo atrás había conocido el prestigio del galardón nacional que lo reconocía como uno de los celebrados en el arte de contar, pero él, Salvador Garmendia, parecía hacerle caso omiso a la gloria, al aplauso. Anduvo, ligero de apariencia, mesándose su luenga barba por la ciudad o por cualquier lugar de la tierra, sin mucha pretensión, escritor puro, aún hoy, a tantos días en que se le detuviera el corazón pero no el pálpito que lo eterniza.
Luis Alberto Crespo