Ni cuando muriera, en casa prestada, el 17 de diciembre de 1930, el niño que naciera el 24 de julio de l783 en la mansión de la esquina de San Jacinto, nunca tuvo hogar duradero dónde comenzar su existencia que no fuera el de la continua mudanza de su inocencia y la pérdida de la presencia del calor paterno, cuya muerte prolongaría esa su atávica errancia. Dos madres sustituirían a doña Concepción Palacios y Blanco, lastimada por la enfermedad de los románticos, que nueve años más tarde detendría su corazón. Ellas fueron doña Luisa Mancebo de Miyares y la esclava Hipólita. Ambas le ofrecieron sus pechos para amantarlo.
Apenas iniciaba su infancia entre sus hermanos, su padre, el coronel Juan Vicente Bolívar y Ponce moría a los sesenta años. Huérfano de padre entonces y pronto de madre, el niño Simón José Antonio de la Santísima Trinidad de Bolívar Palacios, si bien gozaba del cuidado inicial de una noble y rancia cuna, hubo de abandonar no ha mucho el solaz cobijo de San Jacinto para sufrir curadurías de vecinos y de abuelos, tíos carnales y de la hermana que habría de ejercer el mayorazgo.
La fatalidad, pues, fue definitiva nodriza del recién nacido y pronto muchacho de nueve años, díscolo, protestón, indisciplinado, distraído, cedido no pocas veces a la custodia de ajenos y familiares, la azarosa enseñanza y enderezamiento de su desordenada conducta cedida una y otra vez a desanimados profesores que desistieron de hacerle entender las matemáticas, la geografía, la religión y la cosmogonía, vencidos ante el insoportable comportamiento de quien nunca lograba tenerse quieto e interesarse por la amodorrada pedagogía de entonces, la cual en nada despertaba la más breve curiosidad al cuarto hijo de los Bolívar Palacios, hasta el día en que Simón Carreño o Simón Rodríguez convino en sofrenar aquella pequeña vida huracanada. Nunca avizoraron, ni los de la casa Bolívar ni el propio estudiante que el definitivo maestro y su extraño método habría de avivar y encauzar el destino del futuro Libertador, creador de la Gran Colombia y del Bolivarianismo de estos tiempos.
Mientras tal revelación se cumplía, el romanticismo imponía la civilización de la emoción en las maneras y en las ideas. Su duración de aurora y de crepúsculo, de contentamiento y tristeza, le serían íntima y fiel aliada en el derrotero que acompañaría al joven y al hombre en su destino, su luminoso y abrumado destino de que estuvo signada su eternidad. Harta y abundosa es la confidencia histórica que colma la noticia del paso de Bolívar por su devenir mundano primero, lector y reflexivo, dolido en carne viva por la pérdida de su esposa, el desorden existencial después, hasta el día en que sobre las ruinas del imperio romano prometiera que nunca desmayaría en su voluntad de liberar la Tierra donde naciera y la vasta región americana sometidas al yugo español.
No es posible entender la gloria de Bolívar sin transitar por su escabroso derrotero, donde se dieron la aclamación de las multitudes, el amor de Manuela Sáenz y el soliloquio de la soledad, los cuales agudizaron ese rasgo melancólico de su negrísima y viva mirada, su sonrisa detenida por el gesto grave y la tenacidad con que afrontara las adversidades (que fueron muchas y asaz ingratas y no pocas de ellas dolorosas) las cuales terminaron por asfixiar su inmensa pasión libertaria en una austera habitación de San Pedro Alejandrino.
Romántico, con frecuentes arrestos de razonamiento clásico (Plutarco y los griegos les cedieron no pocas meditaciones y máximas durante la narración de sus proclamas y sus epístolas), Bolívar pudo armonizar la orden de batalla con la fina prosa humanista del vivac y del sosiego de la casa errabunda que fuera símbolo de ese ningún lugar definitivo que nunca conociera su ontológica inquietud.
Para amistarnos hasta lo más íntimo con aquella niñez y aquella juventud suyas y más tarde con la controversial y definitiva rota de su gloria entre la obediencia a su realizado sueño emancipador y el desconocimiento a su jefatura y a la fractura su entrañable creación de la Gran Colombia, es menester, sobremanera hoy cuando su eternidad y su legado han retornado a su patria y al ansia de soberanía que lleva su nombre y la realización de su obra entre nosotros y en los pueblos que su espada y su pensamiento liberara después de veinte años en los campos de batallas y en las ideas; es menester, insistimos, detenerse en la lectura de sus biógrafos de cualquier lengua y más aún en los escritos como los de Rufino Blanco Fombona (Mocedades de Bolívar) y de Gustavo Pereira (El joven Bolívar). Así, de tal suerte, mediríamos el alcance de su doctrina y de su ideario, su visión política, social, humana, cuya esencia ha difundido la Biblioteca Ayacucho en el primer tomo de sus clásicos.
En su emocionado libro (no es posible referirse al Libertador sin que nos atice ese sentimiento al evocarlo y perennizarlo) Gustavo Pereira, el poeta Gustavo Pereira, se pregunta, a manera de síntesis -y nosotros con él- sobre la vida y la transfiguración del caraqueño errante, si “¿Llegaría a pensar alguna vez Simón José Antonio de la Santísima Trinidad de Bolívar y Palacios, durante aquellos años de infancia y adolescencia bajo los aleros de la casa familiar o en las calles empedradas de la Caracas que le viera nacer, que su vida se escindiría en la más dramática de las contradicciones: la desgracia y la gloria? “
Luis Alberto Crespo