El señorío de los Incas: Cuando los dioses vivían en la tierra

Un muchacho extremeño (de 12 o un poco más de edad) llega a las Indias por las orillas de Panamá. Lo espera toda una inmensidad, (caminó más de mil doscientas leguas y sus peligros), antes para arribar al Perú, el término de su derrotero. Se llama Pedro de Cieza de León. A esa hora (1535) la Conquista ya ha devastado pueblos y reducido al cristianismo (a costa de no pocas sangrías) poblaciones  enteras en busca de oro y piedras preciosas. El recién llegado recibe órdenes de licenciados y de capitanes de distinta laya (como Belalcázar, tan sensible al cuchillo y a su degüello) y desde entonces escribirá lo que mira o le cuentan sus conmilitones de aventura y los intérpretes indígenas. Anota que hay gente (lo sabe o se lo comentan) que practica el pecado nefando de la sodomía, come carne humana y le brillan tesoros en el pecho y en la sortija.

Cuando al fin se detiene en el Cuzco, no ha mucho Pizarro ha quemado a Atahualpa o Atahualipa -el último gran dios de los inga– en la plaza de armas de Cajamarca. La guerra entre hermanos (con Huascar) ralea después de tamaño capricho (“¿por qué quieres matar a ese indio?, le reclama a Pizarro el conquistador Almagro, quien defiende el perdón de su vida) y pronto seguirá la simetría atroz del enfrentamiento de los encomenderos y  capitanes que desconocen la hegemonía del César Carlos V, en tanto se cumple, sin mucha tardanza, la maldición del mártir: cada uno de ellos conocerá la muerte violenta, con puñal, bala o asfixia.

El escribano que decimos (lleva en su determinación el afán de decir verdad de cuanto anota descuidando mitos, leyendas, cantares) y se atreve a disentir de las maldades que cometen sus vecinos de España por mor de la ambición de la jefatura y del provendo de la pepita áurea (que abundaba en arrobas, para cuyo atesoramiento hurgaban hasta en las tumbas), la joya blanca, el tejido de oro de las mantas y chamarras.

En esa diligencia colma hartos infolios (seis o más tomos) durante la breve vida de su autor (muere pasados los treinta años, después de concluir sus crónicas). A su registro, la memoria del agrietado imperio del Tahuantinsuyo (que demoraba desde el norte de Chile hasta los aledaños de Colombia)  da minucia de la más inane confidencia que miran sus ojos o que atiende a los decires de este o aquel intérprete (a más de ciertos vocablos anotados en sus escritos, que se sepa, no dominaba el quechua, la lengua del desmesurado reino), sobre el acopio del oro y de la plata y su costo en cuchillo, arcabuz y evangelio.

Detiénese el joven Cieza (para fortuna de la inteligencia con su contenido) en la biografía de los templos y torreones, los caminos, los adornos del cuerpo, los palacios, los usos y costumbres, el buen gobierno (“hicieron grandes cosas”) y el rigor de sus leyes (se castigaba con crueldad el  onanismo que practican los otros pueblos súbditos, la desobediencias de las vestales  a su castidad, la haraganería, el hurto, el cohecho), sin callar bajo eufemismo o silencio la maldad en los sacrificios humanos mandados a cumplir por los hijos del sol,  en disparejo contraste con el caos del oprobio  que practicaban el conquistador y la malandanza burocrática .

No pocas veces habrá de rendirse al comento fantástico que le confían los orejones (señores de la casta incaica, que acaso dominaban ya con holgura o sin estorbos de la lengua nativa el castellano) con la intromisión de lo irreal en el recuento lineal del devenir del descalabrado reino y lo incluye en el cotejo de su profusa confidencia.

Es mucho el aviso con que dase a pergeñar la traza de las carreteras incaicas, la cuidada invención de sus vericuetos (el orden de cada piedra en las calzadas las cuales alcanzan hasta los aledaños de Chile lejos), a más de la arquitectura de las atalayas, pero en el decurso de su contentamiento biográfico insiste, una vez más, en apenarse ante el vandalismo  y las lastimaduras (físicas y morales)  que perpetran los suyos con los precipitados reyes y la gente del común. Parece que hasta el fraile de Las Casas se expresó con largueza sobre tales acusaciones.

Más lo que importa y da eternidad a la crónica de Cieza de León es la vasta información que reuniera sobre las ruinas  del reino de los dioses del sol. “Hasta aquí es lo que se me ha ofrecido de escribir sobre los Ingas, lo cual hice todo por relación que tomé en el Cuzco”, concluye y da fin al tomo publicado por la Biblioteca Ayacucho, no sin antes suscribir lo anotado por otros cronistas y objetar alguna que otra mentira.

Ya se ocupará Garcilaso Inca de la Vega de colmar en prosa magnífica acerca del ánima y la otredad  colectiva de la civilización que lobregueciera bajo la espada y la cruz de la  Contrarreforma y el Capitalismo de entonces.

Luis Alberto Crespo

 

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