“¿Dónde queda la Plaza Bolívar?” preguntó, no más entró a la ciudad guzmancista. Ya no era el poeta modernista, el pensador sentimental de América, el ensayista prodigioso, el del verbo encendido, el de la epístola de belleza estética, el periodista literario, el historiador del Continente, el soñador de patrias y desprecio al imperialismo y el mártir de Dos Ríos. Era el fervoroso bolivariano.
Hacia el bronce ecuestre dirigió sus pasos el recién llegado después de cruzar la ciudad de casas que halló desaliñadas, la calle torcida y el habitante, los más, isleños de las islas Canarias, de manos duras, el lento proceder, rutinarios, la clase pudiente bien quista, el traje europeo, la mujer airosa (“la belleza besa los labios de las mujeres de esta tierra”); la iglesia autárquica y el miedo a la guerra civil. Mostraba, sí, la ciudad maltratada en su descuidada apariencia. Un remedo parisino, obsesión del caudillo, el autoproclamado “Ilustre Americano”, civilizador y subido, por su propia egolatría, a una estatua que el vulgo reidor bautizara como El saludante por su empeño en ofrecer su brazo de héroe al vulgo como si llegara para siempre de triunfar en la batalla o zafarrancho de Curamichate.
Pedagogo, tuvo tiempo José Martí de impartir clases a los jóvenes caraqueños, de discurrir en los clubes sociales, de escribir para las revistas literarias de entonces y de conocer y celebrar la amistad, la modestia y la erudición (“lo que supo pasma”) de Cecilio Acosta a quien, al morir, le cedió una de sus más amorosas y dulces palabras que disgustaron a Guzmán Blanco, habituado como vivía a rodearse de áulicos, por lo que lo echaría casi enseguida de Venezuela.
Habituado al destierro, como gran justiciero de la libertad y por consecuencia afrentador de tiranos y opresores, Martí regresó a los caminos de su errancia donde privilegió entre sus pasiones americanistas y su amor a su Cuba libre y soberana, la celebración de la eternidad de Simón Bolívar y de su sueño civilizador e integrador de fronteras y autodeterminación de absolutos.
Nadie, entre los tantos celebrantes de la herencia bolivariana lograría levantar tan al infinito de la glorificación y la altura de la perennidad lo que con su palabra y la escritura alcanzó dejar a la historia americana y universal como el prócer cubano las innúmeradas veces que llevó a sus labios y a sus sienes el nombre y la obra redentora de El Libertador: “de aquel que fue como el samán de sus llanuras, en la pompa y la generosidad, y como los ríos que caen atormentados de las cumbres y como los peñascos que vienen ardiendo, en luz y fulgor, de las entrañas de la tierra, traigo el homenaje infeliz de mis palabras” y no le bastó, no le bastó nunca con evocarlo de esa guisa, porque su genio verbal no satisfizo el ansia de invocar a Bolívar como se lo exigía su pecho y entonces fue impaciente con su voluntad y sentimiento para que su decir rozara lo sublime: “¡Oh no! En calma no se puede hablar de aquel que no vivió jamás en ella: de Bolívar se puede hablar con una montaña por tribuna, o entre relámpagos y ratos, o con un manojo de pueblos en el puño y la tiranía descabezada a los pies”.
Paecista, pero más del Páez guerrillero de las cejas de monte, los charcos y la candela, la del caballo en la revuelta sorpresiva en Las Queseras del Medio fue asimismo su vehemencia en la loa y triste pesadumbre cuando imaginó al llanero de ojo zahorí derribado por la muerte, allá en su exilio de Nueva York.
La patria de Bolívar fue la suya, el enlazamiento de las tres naciones que lograron su espada y su frenesí. Toda patria ha de llevar siempre su nombre, parece decirnos desde su eternidad en Dos Ríos, la de ayer, la de hoy y más allá del tiempo y la abraza su corazón que no deja que desmaye. Nunca.
Luis Alberto Crespo