Enrique Bernardo Núñez: noticias de las últimas esquinas y de una novela solitaria

Enrique Bernardo Núñez no sonrío nunca. Si lo hizo acaso no hubo noticia de ese gesto conciliador durante su tranquila vida, detenida un primero de octubre, como hace unos días. Tuvo su morada en una casa caraqueña (había nacido en Valencia, mas desertó de ella desde su adolescencia) donde cuidó con celo los libros de su biblioteca y profesó amor por su mobiliario de oscura madera y cuero de  suela, ofrecidos en subasta apenas muriera  su recoleto morador del barrio Los Chorros.

Quien observa su semblante en las imágenes fotográficas que exorcizan  la borradura de la memoria (ese fiel compañero de la muerte) descubre su grave expresión, sus labios a punto de amargura o descreimiento y su traje de funcionario que nunca supo de la libertad del cuello abierto. Quiso ser médico, pero su interés por el bisturí duró poco cuando se dio a frecuentar la inteligencia y el imaginario de la generación literaria del 18.

Su destino de escritor lo encaminó hacia la crónica periodística y el ensayo. Su juventud y primera madurez transcurrieron durante el oscurantismo gomecista, al que miró con indiferencia el día en que el escritor Manuel Díaz Rodríguez, aquel dueño de una  prosa impecable y bien cuidada,  como fuera la novela Ídolos rotos, lo invitó a que fuera su secretario en la gobernación de Margarita. Acaso mientras cumplía esas diligencias de oficina, recorriera Cubagua, la isla desértica tumba del emporio perlero de la Colonia, y presentiría ya lo que habría de ser la obra maestra de nuestra narrativa,  la cual conociera  el desinterés de los mismos escritores y lectores de entonces y luego sufriera por largo tiempo la respuesta del lector para vergüenza de la historia literaria de Venezuela.

Enrique Bernardo Núñez esperó  a que Gómez Sucumbiera para aceptar no pocos cargos diplomáticos en Colombia, Cuba (donde comenzó a escribir el manuscrito de Cubagua), luego en Panamá (de cuya permanencia es génesis la novela La galera de Tiberio). Fue Cónsul en Baltimore y luego regresó a Caracas  donde frecuentara las salas de redacciones para ofrecer las crónicas cotidianas que lo eternizarían, sin descuidar un punto sus dones de ensayista, de los que son prueba El hombre de la levita gris, esa  confidencia sobre el caudillo tachirence de Capacho Viejo y también El país de las máquinas, Después de Ayacucho y sobre los árboles derribados de Venezuela en cuya muerte su fina pero heridora Ironía leyera la historia trunca nacional (Trino Borges dixit).

Su pasión memoriosa resultaría reconocida por los académicos de la historia quienes lo invitaron a sentarse entre ellos en el sillón de la letra M. Alguien, sobreviviente del periodismo creativo, tituló así tan meritoria invitación: han sembrado un samán en la academia.

Cada día y sin retardo alguno, cedía sus crónicas a los periódicos de la ciudad, casi todas difundidas por el diario El Universal. A medida que caían las casonas caraqueñas, sus zaguanes y sus tejados fue anotando sus nombres a modo de epitafios y sus sepultados nombres de esquina y callejones con los que concluyera otra de sus obras perdurables: La ciudad de los techos rojos.

No hay cómo privilegiar la obra diversa de Enrique Bernardo Núñez, el cronista oficial y sentimental de Caracas, el autor de Cacao por ejemplo o de El hombre de la levita gris, sin antes mencionar a su novela Cubagua, tan extraña e incomprensiblemente solitaria, a la que el mismo Mariano Picón Salas leyera con apuro, siendo ella, Cubagua, una ficción narrativa que nunca le rindió tributo al positivismo narrativo, al criollismo galleguiano  y de sus seguidores del 28. Cubagua incorporó los planos narrativos de Faulkner, el monólogo joyceano, el devaneo de la consciencia de Italo Svevo y la memoria del corazón de Marcel Proust.

Después murió, como se dijo, un primero de octubre. Ninguna esquina lleva su nombre y de su novela Cubagua se ocupan los tesistas universitarios y los escribidores de las reinvenciones del había una vez. El arte de la crónica, su limpia prosa, su concreción temática, su arte, su muy difícil arte, espera aún por alguien que conjure su olvido.

Luis Alberto Crespo

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