Este era un mexicano de Jalisco pedregoso y seco que empezó su infancia mientras los sombrerudos de Zapata y Pancho Villa de cuando la Revolución Mexicana corría por los maizales del Norte empurpurándolos. Dicen que los jalisqueños, los de esos valles espinosos y cerros ambiguos (mitad tendidos, mitad joroba) son parcos en palabras (o lo fueron alguna vez) y cualquier respuesta ralea, al menos que fuera para meterse más dentro del mutismo desautorizando así el grito –tan nacional ¿no?– de la canción que le reclaman a su gentilicio el “ay Jalisco no te rajes”, como si todo el gentilicio fuera alguien y Guadalajara, vecina, mujer suya y se quiere a la buenas porque es peligroso que eres a las malas”
Pero si nombramos a Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Viscaíno, que era natural ce allá o de su aledaño, nos hallaríamos con la incómoda contradicción de esos divulgados atributos, mas sólo un rato, cuando sobrevenga la fama de los dos libros de interminable nombramiento: El llano en llamas y Pedro Paramo. Sí, dos lecturas tan sólo, tan escuetas como la corrección del elocuente nombre civil del autor, achicado por el de Juan Rulfo o Rulfo a secas, que es mucho y bastante.
La anécdota, además, de su prosa y contenido es la misma: el viento, la soledad y la muerte, como si lo que dejara la Revolución fuera milpa huera, legua de abrojo, renovada pobreza, venganza, desconsuelo y rebelión, la de los cristeros, por ejemplo, donde los soldados vestían sotanas y las iglesias cambiaban sus altares por cuarteles. Sea así o casi, lo cierto es que el jalisqueño de marras vivió y aprendió el patrimonio de callarse, a lo Jalisco, con los labios cerrados, escuchando a un tío suyo (eso divulga la leyenda y se la atribuyeron al propio escritor) referirle intimidades de los levantados contra el gobierno durante los tiempos de los cristeros las cuales el sobrino guardaría en su memoria para que no se le olvidara Luvina ni Juan Preciado, vale decir, el paisaje que dejara afantasmada la ilusión social de Zapata y Villa y el comportamiento de un cacique del medioevo campesino en cuya búsqueda el mundo entero lee y vuelve a leer para siempre en cualquier idioma terrestre.
No pensó Rulfo nunca en eternizarse con tales confidencias familiares, ni menos con las de su misma invención. Quienes observaran las imágenes fotográfica que el escritor realizara con fervor descubría esos campos solos, esas mujeres enlutadas a la sombra de los aleros, esos hombres curvados bajo el peso del más allá y del hato de carrizos mientras la amapola de la flor del chicalote se burla de la tristeza de los baldíos o del trasmundo, entendería con ventaja el estilo y el asunto que dan cuenta de semejante maestría en la narración de esos paisajes que prometen caminos que llevan a la desolación de un poblado y de unos seres que viven muertos y a veces ni lo saben.
No más concluyó el relato de los cuentos y de la novela que decimos, su autor enmudeció, uno no sabe si por estupefacción ante lo que había hecho, acaso porque quien lo suscitara había fallecido o por obedecer a la definición jalisqueña del mutismo en el decir. Lo que es verdad fue el abuso de callar su narrativa y de privarnos de una nueva obra, bien que prometiera la conclusión de cierta novela, La frontera, que nunca existió.
Nadie, en los predios de la literatura de ficción, había cometido tamaña insensatez. ¿Qué más escribir -diría Rulfo a quien se inmiscuyera en su terca soledumbre- después de hablar de tanta muerte, tanto fantasma y tanto golpe de viento y tanto polvo?
Su muerte y sus dos escuetos y solitarios libros viven con él en su inesperada gloria, “entre los máximos exponentes de la literatura de nuestro siglo”, señala Jorge Ruffinelli en el prefacio de los clásicos de la Biblioteca Ayacucho.
El lector, el desocupado lector de la tierra entera, seguirá oyendo la fuerza oral de la prosa rulfiana, domicilio de la muerte y de la presencia en lo impalpable como la metáfora de un camposanto donde somos una escritura silenciosa del engaño de mirarnos.
“-¿Qué es?, quiere saber uno de esos fantasmas en Luvina.”
“-¿Qué es qué?, le pregunta a su vez no sé quién.”
“-Eso, el ruido ese.”
“-El silencio, le responde.”
Eso somos o su desesperación airada. Y es así desde Shakespeare a Faulkner. Desde la Biblia, Rulfo puro y ahora lo sabemos.
Luis Alberto Crespo