La última vez de su ayer ocurrió en los años cincuenta. Su casa empequeñecía en Los Castaños, donde Caracas avecinaba con Los Rosales. Era la dictadura de Pérez Jiménez y él era comunista. Apenas uno salvaba el dintel miraba el cuadro de un negro de Curiepe abrazado a un tambor. El entrecejo del pintor angustiaba su frente para siempre. César Rengifo miraba al visitante y mudaba su saludo con una mirada desde muy lejos. Su camisa lucía una pobreza muy pulcra y el botón equivocado. Su cara observaba lenta, sin detenerse en el vecino; una cara así, casi sin terminar.
El hombre del tambor bajaba la cabeza, como si esperara que su cuero sonara solo entre sus manos ásperas, enraizadas entre las muñecas. Quien esa vez lo conociera nunca olvidaría el semblante del personaje, sin más paisaje que una planicie ocre sobre la que asomaban árboles como pintados con las uñas, sometidos a un viento de ardoroso secano. El suelo remedaba la huella asida a una piel de labrador y de trabajador de los baldíos. Con semejante semblante se mostraría, alguna vez, el mismo hombre, después, en la pared de los museos y las ilustraciones de los libros de arte. Trataba del mismo hombre, pero ahora entre indio y zambo observando el vientre de su mujer que cuidaba la siembra del hijo por nacer. El paisaje seguía indistinto: los árboles famélicos, la tierra estéril y al fondo un día caído, con trazos de fucsia y del óleo pálido de un púrpura desvaído, menos de fin de día que de desesperanza.
“La flor del hijo”, decía casi ilegible la pintura de esa vida silenciosa, a la sombra de un tiempo que lobreguecía.
Desde entonces o antes mismo, el artista anduvo en busca de esa Venezuela entrevista en los días aciagos de la tiranía y después, en los mentideros de las hueras democracias. Bajo una canícula desolada avanzaban unas gentes, el desaliño por vestimenta, el pie descalzo por toda huella y uno que otro perro seco de cabestro. Se dirigían a un destino que les mentía, no se sabe hasta dónde, bajo una luz sin después, sin la noche de la desmemoria, siquiera.
A veces, los errantes que decimos, construían sobre el cerro de la ciudad una habitación de cartón y latones . Al fondo la urbe daba la espalda al hijo hirsuto, la mujer con el hijo vivo o por vivir y el can oscuro, como una raíz que brotara de otro desierto.
Nunca sería distinta aquella creación primera de César Rengifo a las de su larga, indetenida obra pictórica y su asunto, su idea fija. Sus obras serían menos invenciones cromáticas que la escritura de un dibujo y un trazo entre pardo y púrpura de sangre vieja en la que se aliaban la belleza contrita de su forma con la acusación obstinada. Del mismo modo, con parejo gesto de pincel y confidencia, usaría sus dones para recordar el origen de ese hombre consecutivo en los muros de un espacio público donde nos veíamos naciendo de la semilla del moriche por voluntad de Amalivaca, el dios de los Tamanaco.
No se distrajo nunca Rengifo en prodigar con el pincel y su lenguaje figurativo la historia del venezolano humillado y ofendido por el capitán de hierro y el ensotanado de la cruz y más tarde el empresario, el dueño, el gobernante, el terrófago. Pronto asomarían en sus creaciones el mechurrio y su fulgor apocalíptico, la cabria, la torre y su puya escarbadora y la refinería, esa república metálica e insomne y su respiración de veneno.
Ya vendrían a posar ante su caballete el soldado airado y sus campesinos y obreros: ya vendría Zamora y aquel venezolano enjuto de los campos yermos y del cuarto de papel y zinc a decir su viejo, añoso reclamo de una tierra largamente confiscada.
El fervor por insistir en mostrar con su estética figurativa nuestro ayer y nuestro siempre no distraería al artista de los reclamos de las vanguardias pictóricas. Fue cada vez él, Rengifo, César Rengifo. Obra tras obra “narraba” un paisaje humano donde tierra y hombre escenificaban su devenir trágico e ilusorio, su herida y su cicatriz nunca conjurada. La belleza de su arte no sólo conmovía sino que advertía, rememoraba, añoraba.
No tardará en inclinar sus achaques creadores sobre la escritura del teatro. Acaso semioculto al comienzo, cedería el silencioso decir del pincel al diálogo y al comportamiento a sus eres en la escena teatral. El pintor y dramaturgo se enlazaron entonces en igual reclamo por narrar en el trazo y el parlamento el país de la desmemoria y el olvido, la afrenta y la indignidad, la pena y la rabia, el alambre y el muro de las fronteras sociales.
La cantata, el drama, el monólogo, la trilogía, colmaron con ventaja la dramaturgia de César Rengifo y tanto que las noticias que daban cuenta de sus nuevas creaciones plásticas, las de la tela única, la del mural colectivo, permanecieron un tanto a la reata mientras las representaciones teatrales abundaban por las salas de teatro de Venezuela entera y después de las fronteras.
Incontables fueron. En una tras otra de sus piezas leíamos y nos leíamos, recuperábamos la memoria de lo que fuimos y somos en Esa espiga sembrada en Carabobo, Lo que dejó la tempestad (la trilogía de la Guerra Federal), El vendaval amarillo, Un tal Ezequiel Zamora, Buenaventura Chatarra, Los hombres de los cantos amargos, La fiesta de los moribundos, Estrellas sobre el crepúsculo, los héroes anónimos y olvidados como Joaquina Sánchez, María Rosario Navas, o los demiurgos guerreros de los pueblos originarios como Apacuana y Curicurián y Mariposas de la oscuridad y también la inveterada malechuría de Washington contra la República Dominicana en Una medalla para las conejitas y la carnicería de Pinochet en Volcanes sobre el Mapocho.
¿Cuántas piezas más ocuparon su desvelo de teatralizar nuestra historia a modo de lección contra nuestra desmemoria en lenguaje de teatro puro y lírico porque también fue poeta? La Biblioteca Ayacucho reunió en su colección Clásica Llamas sobre el llanto.
“Su teatro puso en escena el habla y el lenguaje de las multitudes”, dice en el prefacio Orlando Rodríguez B. y nosotros con él cada día.
Luis Alberto Crespo