La nostalgia de ser Armas Alfonzo

La tierra se llamaba así pero un muchacho de la calle El Sol no podía saberlo todavía: se lo diría más tarde lo que le latía en la sien cuando de pronto fue hombre reflejado en el rostro de los suyos entre las imágenes de las estampas, las cartas y los apuntes de los sentimientos que sorprendieran su modo de sentir el ayer de una familia de un pueblo  y una añoranza con nombre de Venezuela antes y después del abuelo Ricardo Alfonzo. No, no lo sabía: tenía que llegar a ser una mirada, una mano que fijara lo que el castellano y el colodión memorizaran tras la búsqueda de cada vida y cada confidencia hasta concluir una escritura íntima donde, como el Unare, el río que transcurre allá abajo luego de la colina famélica, cediera su curso al recuerdo, página a página, donde dice Clarines bien lejos cuando el muchacho que decimos, el muchacho Sixto en el cuaderno ilustrado y en la eternidad Alfredo Armas Alfonzo, concluyera un decir, un estilo del sentimiento y del añoro y finalmente una prosa que el tiempo se niega a achicar lo mismo que la distancia que tarda la albufera cercana, ese mar delgado que espiritualiza el infinito, en equivocarse con el resplandor y la canícula, la patria del cují yaque, el ventoso pui de espina arisca y la palma que hace la luz y su estremecimiento, siempre.

Así, en ese ese apartarse tan suyo junto a la tardanza que  tanto le gusta a la transfiguración para que se dé el embrujo de una escritura, el hoy perpetuo Alfredo Armas Alfonzo trazaba oraciones tras oraciones de memorialista y de invencionero  para contentamiento de la literatura nacional, esto es, la de cualquier pueblo  en su pretensión de persistir en su historia personal y el ensueño. Página, entonces, perfeccionó Armas Alfonzo esa escritura, bien que en lugar de realizarla sobre el papel mirara, se detuviera frente a ciertos ojos, el adorno del organdí, el gesto del tedio o la gota en la comisura del ojo, o si no bajo el mediodía del sombrero, la pequeña vertiente del entrecejo o la pausa del movimiento de quien, de continuo, en invariable lino blanco cruza  la pierna con lentitud casi sin fin, para responderle al copista de las remembranzas el nombre de algún olvido, el luto de cierta tristeza.

No de otra guisa es dable leer o mirar el arte de este paciente colector de vidas y cenizas durante los años que dispuso, allá en Oriente, aquí en su recoleto balcón caraqueño, para concluir una obra donde verdad y remedo, certidumbre y entresueño, traían desde aquella casa genésica y aquella resolana del baldío y de la ingrimitud espinosa, seres desde las estampas de sus tumbas, conversaciones que detuvo el aire, el chubasco y el secano.

De aquellas damas acodadas a algún resplandor, la abuela sin su general Alfonzo, el vecino, el de más allá o más luego o él mismo, grave, en su postura de última nostalgia y el hombre vegetal que fuera y es Máximo Cumache , el indio Caota de los senderos y el polvo de Bocuchire, mejor sería de la  lectura de El osario de Dios, la obra aquella que no termina de colmar nunca nuestra ansia de recomenzar su lectura, esa inteligencia de la dulzura con piedad, la pobreza y la inocencia, criaturas de verdad y de la invención de cualquiera literatura del mundo.

Cuánto hizo este callado unareño  y de la indistinta región universal que reclama el encantamiento de toda confidencia,  acopiando, libro tras libro, todo lo que fuera Venezuela tras la ventana de una casa de apellido y parentesco de nación, su voz y su silencio, su entusiasmo y taciturnidad, esta u otra planta, esta y otra fragancia, como la del trejolí y la resedá, la raíz que es sanación del dolor y conjura la llaga, el santo herido o la virgen amiga de los tristes o si no el comando de Marapacuto en la guerra de Zamora atropellando con su caballo la nada blanca del rastro que sube hasta Clarines.

De ese Alfredo Armas Alonzo trata el libro que la Biblioteca Ayacucho ofrece a Venezuela, a Latinoamérica, el Caribe y los lectores de esta u otra tierra. Es él y su cosmogonía en el recuento del vivir en una región que es una colina, la torre desprevenida de su iglesia, la rama del pui, el hombre de trapo y de sus adentros, o sea, ¿a qué insistir?, en el ser terrestre y levantado sobre sí, el de cada instante y el de perpetuidad, aquí y en el santo oficio de la fantasía.

Luis Alberto Crespo

Leer en formato ePUB es muy sencillo. Se adapta a cualquier tamaño de pantalla y puedes elegir el formato que más te guste. Solo tienes que encontrar una aplicación que se ajuste a tus necesidades. Te recomendamos algunas.

Sumatra PDF es una herramienta versatil, liviana y libre que permite la visualización de ePUB y PDF.

FBreader es un lector multiplataforma con muchísimas opciones para personalizar las lecturas sin importar el sistema operativo que manejes.

Calibre es la opción para usurios avanzados que quieren sacarle todas las posibilidades a sus libros electrónicos.