Todavía por los años ochenta dos toscas embarcaciones de madera oscura orillaban el Arauca, como si fuera aún 1927 y como si Rómulo Gallegos acabara de embarcarse con sus huéspedes, los Barbarito, colectores de la pluma de la garza chusmita; un señor Rodríguez y el doctor Sánchez Ostos, durante su travesía de semana santa por las sabanas del llano apureño que encajonan los ríos Arauca y Capanaparo, “con cien leguas de por medio”, canta Sánchez Olivo en el pasaje perpetuo.
Para salvar la otra orilla, una barcaza -una chalana- hizo, durante largos años de puente móvil. En ese entonces, la inmensidad se ocultaba detrás de una erosionada encía de barro seco y el polvo anulador de todo lo visible que espiritualizaba la vasta intemperie de sus veranos violentos. “Un bongo remonta el Arauca bordeando las barrancas de la margen derecha” anuncia para siempre la primera página de la novela indispensable.
Ahora no; ahora un puente de hierro terminó negando esa escritura y la orilla de la otra margen es un túmulo ocre inane y algún ventorrillo de comida enlatada. De la casa del hato, domicilio de la renombrada anécdota, no queda sino una tosca apariencia de desaliño y ningún aire de leyenda cruza su abandono.
Pero fue allí, en ese paso Arauca desaparecido por el progreso del asfalto y el puente Marisela, la muchacha que Santos Luzardo, el civilizador positivista del alambre de púas y del nuevo latifundio, donde ocurrió la realidad y el invento de una obra narrativa sin mácula la cual sobrepasa el género y su estilo en virtud del encantamiento de su prosa.
De la señora, de la hombruna dueña de los horizontes y de las vidas de los hombres que medraban bajo su mandato y sus embrujos ocurría, tiempo antes, su semejanza, su prefiguración, unas leguas más allá, en La Estacada, un caserío de gritería gallera, en doña Francisca Vásquez, (doña Pancha Vásquez), hombruna mujer enfundada en unas anchos pantalones, nocturna, santeras, “de a caballo y de a pistolas”, muerta en una tumba, a la vera del río de La Trinidad de Arauca, una desmesura de treinta y cinco mil hectáreas que fuera feudo de don José Natalio Estrada.
Gallegos -ya lo sabemos por la frondosa información que hoy glosa la novela- oyó hablar de ella, pero más atención le prestó a un joven, primero becerrero y luego caporal de sabana de Altamira quien le hablaba de Agamenón y de Aquiles llevando a rastras a Héctor, “el domador de caballos”, a más de otras referencias grecolatinas y de siglo de oro español. En esos tiempos de la edad media del gomecismo era fama que el país no sabía ni leer ni escribir y no poco asombro debió vivir gallegos oyendo la verba de informado lector de Antonio José Torrealba, el futuro Antonio Sandoval de la novela ni aún siquiera presentida, nos dijo el músico y amigo Carmelo Aracas, quien fuera su alumno y pariente en la escuela donde una vez Torrealba, “el renco viejo”, enseñaba a los muchachos, los bordones de Cunaviche, mitificado ya en Doña Bárbara y leyenda viva mientras fungía del prefecto del pueblo por voluntad del escritor y luego Presidente de la República.
Apenas un rato anduvo Gallegos -también lo sabemos- por la sabanas de La Candelaria, pero un tiempo sin retardo le daría domicilio permanente en el nombramiento literario de su escenario. Eran tiempos de tolvaneras y encandilamiento cuando el escritor salvó la otra orilla del Cajón del Arauca. Años más tarde, Waldo Frank, el escritor norteamericano y biógrafo de Bolívar, dejaría su nombre escrito en una de las paredes de la casa de Lorenzo Barquero, “el espectro de la barquereña”. Otro norteamericano, John E. Englekirk, esperaría al caporal de sabana en San Fernando para preguntarle sobre su pasado en la creación de la novela, de la que fuera confidente considerable.
Nada o poco sabríamos, entretanto y por harto tiempo de Pancha Vásquez en el devenir narrativo de Doña Bárbara, más sí de sus arrestos de mujer hombruna, sus calzones de jineta, dueña de los infinitos de las lejuras de La Estacada, mandona, medio bruja, propiciadora de desgracias. Su semblanza real se mantuvo alejada de la curiosidad de Gallegos pero la noticia que de ella le cediera Antonio José Torrealba abona la creencia de que tal noticia determinó el que desestimara los bocetos de dos o tres intentos narrativos para inventar a Doña Bárbara, mientras aguardaba el envío de las confidencias (más de cuarenta cuadernos en letra de hormiga) que Torrealba le prometiera acerca de la vida del llano, el geográfico y el humano y de sí mismo, el de su hablachenta y rica fantasía personal.
La minuciosa mirada de Gallegos a los hombres del hato gomero hizo el resto. Supo encontrar gracias a esos dones de observador a las figuras del mal como la de Juan Ignacio Fuenmayor, Melquíades Gamarra, el brujeador, el del puñal sin capuza; a Eladio Palma, la Balbino Paiba, el mayordomo de Doña bárbara; y se trajo del río Apure a María Nieves, el cabrestero que ajilaba ganado por las aguas alborotadas de caimanes, sin más arma que un chaparro y su coraje.
Encontró peones de noble conducta como la de Carmelito, como las de Venancio el amansador y de Marisela, cualquier muchacha de los caneyes, hija de algún amor errante, metáfora de la Venezuela redimible. A Gallegos le sería propicia esa Venezuela desolada y malhadada del gomecismo para atribuírsela a la transfigurada Pancha Vásquez de La Estacada y de los medanales de El Totumo y de La Trinidad de Arauca.
De la llanura mítica de la novela hace tiempo que no resta sino el remoto espinazo de la tierra plana; el llanero del caballo y de la soga terminaron en vaqueros de motocicleta y el polvo y la naturaleza bravía fueron “civilizados” por la autopista, la desmesura terrestre cercada por el alambre de Santos Luzardo o el positivismo redentor del neoliberalismo.
Marisela, copiada en bronce sobre el centro de lo inmenso, diríase remedo con faldas de la India del Paraíso caraqueño; y ningún busto siquiera de Doña Bárbara, la libertad salvaje y vengadora, la encarnación maniquea de lo humano.
El llano hoy, es esa novela, como lo es Cantaclaro, es ese ayer y cada vez menos su sobrevivencia. No sólo la narración de Rómulo Gallegos: también la escritura de Antonio José Torrealba, rescatada y reunida en El Diario de un llanero por la diligencia y el desvelo del escritor Edgar Colmenares del Valle. Ambas, la real y la imaginaria, permanecen imperturbables en la enormidad apureña, la otra, la de la nostalgia, sustraen a Venezuela del olvido.
Luis Alberro Crespo