La poesía de Olga Orozco. Una escritura como respirar

Rózewicz, el tranquilo poeta polaco, aseguraba que la poesía contemporánea es un esfuerzo por respirar; y el libanés Schehadé, silencioso y delgado sobre su alfombra persa, sostuvo que para escribir poesía bastaba sólo un poema, como una hoja en el desierto, pero Olga Orozco, que provino de Toay, de las pampas argentinas, a las que Borges dijo que se las pasaban esperando algo, no dejó nunca de escribir un poema tras otro, asediados por la elocuencia, desde que ocurrió el año 46, cuando cedió a la lectura pública su libro inicial Desde lejos, pero sin que divisáramos tierra tendida alguna, apenas una casa real e indecisa que al nombrarla se iba con el olvido, porque su pasión por las intemperies no tenía nombre de mapa ni de dirección conocida, habitada como fue por preguntas, meditaciones, fulgores del lirismo, dudas, lecturas, dioses viejos de Egipto y de Tebas, citas del esoterismo, el grimorio de la alquimia, la confidencia hermética, una carta del tarot o el ojo que contemplaba y trastocaba El Jardín de las Delicias del Bosco sobre la página del verso interminable, entre incontables metáforas de ensoñación, dijera Manuel Ruano cuando medita sobre su obra en la edición donde la Biblioteca Ayacucho le rinde tributo en el año 2000.

Siempre en evidencia, siempre visible, de cuerpo entero, testificaba Olga Orozco por sí misma o escondida tras algún personaje, en una cita enmascarada o entre las rejas del entrecomillado dándose a comprometer su efusivo e indetenible monólogo en la creación de un lenguaje como embrujado por la evidencia y la invención.

Telúrica o si no terrenal, es esta poesía, pero al modo como lo refiere Hofmannsthal cuando advierte que el poeta esconde el contenido del poema en la forma. De un mundo cercano entonces, pero como “una hoja vivida adentro alguna vez”, Olga Orozco transita sola durante sus poemas

por más que suela dirigirse a un confidente que nombra o sugiere, a fin de referir determinada existencia íntima y compartida que luego, en algún otro poema, es muda arena, cierto “día maldito”, dicho a la manera onírica e imprecatoria de Lautréamont y sobremanera cuando Ruano la escucha inquirir “y quién roe mis labios, despacito y a oscuras, desde mis propios dientes?”

o en unas páginas más lejos,momento en el cual testifica Me clausuran en mí/Me dividen en dos./Me engendran cada día en la paciencia y en un negro organismo que ruge como el mar./Me recortan después con las tijeras de la pesadilla/y caigo en este mundo con media sangre vuelta a cada lado:/una cara labrada desde el fondo por los colmillos de las grandes manadas./No consigo saber quién es el amo aquí./Cambio bajo mi piel de perro o lobo…

Cuidadosos lectores de la poeta, como el prologuista de la edición de Ayacucho, confirman el frecuente onirismo de la poesía orozquista, porque ciertamente es tiempo de que hablemos de un ars poética muy suyo, muy personal y sus acercamientos al surrealismo pero sin atender a los recursos del automatismo psíquico bretoniano.

Sorprende, de otra parte, el admirable fervor a un lenguaje, un estilo ¿no?, cuya impronta permanece como un sello indeleble en cada obra, desde su libro primigenio, Desde lejos, al que siguieron Las muertes, Los juegos peligrosos, Museo viviente, Cantos a Berenice, Mutaciones de la realidad, La noche a la deriva, hasta En el revés del cielo, su obra última, antes de que la derribara la vida, después de recorrer ciudades, estrechar la amistad con la nombradía literaria de otras voces y otros ámbitos, nos diría Truman Capote.

La asfixia detuvo a quien ejerció la poesía como un incontenible esfuerzo de escribir como si respirara las inmensidades pamperas de donde llegó hasta nosotros para quedarse eternamente.

Luis Alberto Crespo

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