Ocurre al final del Diecinueve, en un suelo mordido, enteco, puyudo, no muy allá de Bahía, en la menesterosa y flaca caatinga (que empieza en Recife, donde pulula el tiburón del lado marino), pero se tiende más lejos y con más penuria en la historia terrible del Brasil de las guerras civiles. Trata de Canudos, el poblado indigno para los que detentan y juran por la República. Trata de esas casas de techos de cuero y astillas, y de su gente hambrienta y harapienta, acusada de aliarse aún a la odiosa Monarquía y sobremanera a cierto santón enfundado en una bata de presbítero, las barbas de profeta redentor y el sermón de un anticristo, según.
No hay nadie en el país inmenso que acepte la vida de tales peladeros sedientos y espinosos y de los que medran entre desperdicios verdes y la canícula dentuda. “No son brasileros”, ululan la prensa y hasta los letrados. Euclides da Cunha, que todo lo puede, porque es escritor, sociólogo, ingeniero militar, físico, naturalista, periodista, geólogo, botánico, zoólogo, biógrafo, historiador, profesor, filósofo y poeta fue hasta allá y concluyó en 1909 la escritura Os Sertoes, Los Sertones, donde la muerte más atroz disminuyó la carne de sus pobladores, agujereada a balloneta, bala, pólvora, dinamita y kerosene, después de que sus sobrevivientes, los iracundos yagunzos y los sertonejos, resistieran con insensata terquedad a la metralla, el cuchillo, el cañón y la candela de la Armada nacional degollando, como lo hicieran con cuidada precisión, a un coronel de apellido Tamarindo, lo empalaran como un muñeco de trapo y acallaran con balas de piedras a un oficial epiléptico y lobuno furioso como fuera Moreira César, a él y a sus soldados.
¿Quién agitaba a toda esa caterva de infrahumanos, maleados por Brasil entero con el pretexto de una fementida obcecación de doble cabeza, la de la obediencia monárquica y el fanatismo cristiano? Pues un tal Antonio Conselheiro, el Consejero. Cuando, después de reiniciar la guerra consiguieron dar con aquel santón, a fuerza de metralla, puñaladas, incendio y cañonazos precipitar a los canudeños (las madres se lanzaban a la candela con sus hijos en los brazos) sobre esa tierra dura y menesterosa que conoció casi por única vez la mojadura de un agua que el cielo le mezquinara y que empurpurara la sangre, lo hallaron semienterrado, podrido, embojotado en su bata de profeta.
Cuenta Euclides da Cunha que la tropa lo empujó fuera de la basura donde yacía, la mano sobre el corazón de orar y llamar a Cristo y determinó cortarle la cabeza y enseñar en la plaza pública (para llanto y festejo de la plebe) al despojo purulento del “bárbaro agitador, el terrible antagonista», anota el autor de este libro de lectura imprescindible (Vargas Llosa transcribió una versión apocalíptica en La guerra del fin del mundo) en la que se entienden, en prosa desigual, la digresión de la sociología y la antropología positivista y la estupenda escritura literaria a la que La Biblioteca Ayacucho ha prestigiado entre sus Clásicos.
En el prefacio, Walnice Nogueira Galvao, luego de referir con minucia este horror y este error histórico, expresa “cómo no quedar traumatizados para siempre, si fue allí que se descubrió Brasil, si por primera vez se fue al encuentro de la plebe… Concluida la guerra de Canudos (los pedazos del poblado y los huesos de sus gentes quedaron sepultados en las aguas de una represa) los soldados volvieron a la vida civil. “También eran miembros de la plebe” y “tuvieron como premio la concesión de terrenos en la capital del país” sobre el morro donde un Cristo de piedra abraza a Río de Janeiro desde lo más encumbrado de las llamadas Favelas.
¿Por qué no suponer que el Brasil marginado y desechado de esos barrios de insoportable pobrecía se levanta de nuevo hoy Canudos, un Canudos revivido bajo la injusticia y el oprobio del capitalismo?
Luis Alberto Crespo