El Ché: Aquel muchacho que se vino del sur a encontrarse con la gloria

No lo nombremos todavía., todo siempre en la vida de un héroe no conoce prisa. No hay quien lo nombre para quererlo más o con igual énfasis para someterlo  inútilmente al vilipendio. Quienes pretendieron destruir su destino de soñador de la justicia popular creyeron que el veneno letal de la banalización destruiría su gloria  y hallaron en la imagen fotográfica de Alberto Díaz, Korda, donde su rostro observa la eternidad de la que nunca más se alejaría.

Antes hay que irse a Rosario, un pueblo de Argentina. Allí nació, usó pantalón corto de colegial y sufrió -¿quién no? la adolescencia, jinete en una bicicleta- recuerda su amigo entrañable, Alberto Granado que cedía a cualquiera que se la pidiese.

Pero su destino comenzó cuando usó su motocicleta para alejarse con su amigo de su casa y de Argentina, acaso obediente a ese instinto de sus compatriotas de dejar atrás su nacionalidad, como si el país del sur de su origen fuera lugar propicio para ejercer la nostalgia que difunden los cantores y los poetas de allá.

Se fue entonces, rumbo a los límites infinitos de Suramérica, carretera de por medio, por montañas, nieblas y soles y pueblo de mineros, de  gente con hambre y con lepra, hasta que llegó a Venezuela.

Todavía no era  el que habría de ser para siempre. Habremos de esperar hasta 1955, cuando llegó a México, y donde supo que un grupo de insensatos tramaban invadir una dictadura. Lo que había vivido y padecido, durante su errancia -la miseria, la explotación, el hambre, la muerte anónima- se le agolpó por dentro y le ardía. Prometió ayudar a los rebeldes como médico en la aventura que la fuerza pública quiso detener con el cautiverio de su líder, del que fuera compañero de celda un abogado espigado y de perfil griego, que apenas sobrepasaba como él de la treintena.

Al fin zarparon y ganaron la costa de la isla que pretendían liberar. Una canción difundiría años después su presencia y arrojo en las montañas y su coraje cuando tomara y liberara al pueblo de Santa Clara que “se levantaba para verlo”.

Se mostraba bien parecido, la mirada aguda, grave, la sonrisa a medio hacer. No era -como se sabe- un nacional de la isla, pero pronto lo sería, profundamente, porque su vida se había ahondado en cada ser, el del guajiro, el del isleño entero. Se alistó en el partido comunista porque descubrió que era la militancia universal que más se asemejaba a su conducta.

Desde esa vez comenzó su esplendor. Cuando los rebeldes barbudos liberaron la isla  sirvió de ministro, de director del dinero, de organizador de guerreros. Viajó lejos, a los pueblos con ansiedad de libertad. Lo recibió la Unión Soviética. Regresó  a la Isla, pero en su ánimo se le alborotaba el frenesí del combatiente liberador de la ignominia. Soñó con encabezar un movimiento continental anticolonialista, en el que fueran disciplina el coraje revolucionario y la animación de un sentimiento  que exigía  endurecerse sin perder jamás la ternura.

Se marchó escondido tras una apariencia de empresario al fondo mismo  de Bolivia. Allí se encontró con algunos airados dispuestos a afrontar y a abolir el largo e histórico oprobio del general Sarmiento, el sátrapa que los humillaba. Se internó pues con los suyos, aunque sabría que no pocos de sus correligionarios banderizos disentían de su ánimo insurreccional.

Fueron pocos, pero muchos en su valentía, quienes lo siguieron por los carrascales bolivianos. En las horas del vivac leía libros del pensamiento marxista leninista, el ideario socialista (todo socialista, sostenía, era alguien integral), el ensayo, la narrativa, la poesía y suscribía un diario en el que con minucia y sincera confesión daba cuenta de los logros y los errores de las acciones libertarias.

No pudo llegar a la realización de su sueño, que no era sólo regional sino también continental. Lo hirieron en una quebrada los secuaces de Barrientos y de la CIA. Lo redujeron maniatado al fondo  de una escuelita. Al día siguiente un oficial de segundo grado le disparo en un costado. Su cuerpo fue ofrecido a la curiosidad en un lavadero. No tardarían en cortarle las manos, como ordenara la CIA.

La tierra entera lo conoce. Se llamó Ernesto Ché Guevara, o el El Ché Guevara. No hay nadie que no lo pronuncie y lo lleve en una franela sobre el pecho. Qué gentío  lo ama y como están obligados a llamarlo y a recordar su heroicidad sus mismos asesinos, desde aquel 9 de octubre, como hoy, en que es imposible que muera.

Luis Alberto Crespo

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