Gonzalo Rojas: El sonido y el sentido de la sensualidad

Lebu es carbón y un río, que pasa  apurado. El hombre es el padre del niño Gonzalo Rojas. Regresa de la mina.  Está lloviendo. Ahí llega, “enrabiado contra la Compañía”.

“Huele a caballo mojado”. Todo eso, eternamente, en una escritura inevitable. Pero Lebu también es Chile y duele. Más tarde, aquel niño lo sabrá y ha de manchar de fulgor rojo, humano, demasiado humano, ese dolor:

Entonces nos colgaron de los pies, nos sacaron

La sangre por los ojos,

con un cuchillo

nos fueron marcando en el lomo, yo soy el número.

25.033,

nos pidieron

dulcemente,

casi al oído,

que gritáramos

viva no se quién.

Lo demás

Son estas piedras que nos tapan, el viento.

 

No sólo es ese Chile el que nombramos, no sólo su desollamiento en la historia del país delgadísimo y nerudiano: también la mujer. A más de madre, el deseo de cada amada. Un deseo que no se calmará nunca quien escribe y se junta con los poetas de Mandrágora (han jurado por Breton y el Surrealismo) y guardará la ansiedad de poseerlas, de entrar en ellas mientras  propaga el avío de su prolongado vivir entre los papeles de una poesía pronunciada como si desnudara a las preciosas en versos de desmesura casi única en la poética chilena y de cualquier tierra.

Gonzalo Rojas, chileno puro, como todos los de tierra del sur y de más abajo. Con ella visible y escondida dirá un día adiós al lugar y al padre y la madre enterrados. Nadie sabrá de su viandancia que no sea como él enseñante en las aulas, lejos, en Alemania o funcionario en la Legación allá en Pekín, pero profesor cada vez, errante bajo muchos otoños tantas veces y hartos inviernos. ¿A qué esperaba pues para deslumbrarnos con su fabla abundante de sensualidad y reiterado eros? ¿Por qué determinó interrumpir tal mudez al detenerse en Venezuela y ceder la muestra antológica de Oscuro al sello de Monte Ávila incumpliendo de esta suerte la insensata reserva de sus primeros libros chilenos, los de La miseria de hombre y Contra la muerte? Ninguno  sabrá sobre las razones de esa retención asaz callada de un verbo poético trashumante que aguardaba para destinarla a sus lectores quienes -lo dijo con la frase de William Blake- “se hallan en la eternidad”.

De dicha espera trata la eternidad de esta poesía y esta poética, la más cercana a su corazón detenido en 2011, la de Esquizo, un volumen que apenas puede contener la efusividad de la fabla que decimos, habladora como un oráculo antiguo pero de modernísima ironía, sarcástica, puntuada hasta la obsesión de entonaciones orales, dialogante, entre el tránsito por mujer usada, demonia y ángel y el modus vivendi del hombre terrestre que siempre fue, erudito y cotidiano, suscribiendo hexágonos de verso libre, obediencias bretonicas de automatismo psíquico, hechos de nepentes, el remedio mágico contra la tristeza, y de efusivas y hasta pícaras confidencias, interrumpidas por anotaciones en etrusco, en latín horaciano y ovídico, prestadas a Calímaco, su tatarabuelo en erotismos , entonadas con el lascivo compás de la vihuela shakesperiana, saciado insaciable como fue en una y otra página aún tibia con huellas de fornicio, por ejemplo, en esta copia de su libro Diálogo con Ovidio:

DAS HEILIGE

Raro arder aquí todavía. ¿Vagina

O clítoris? Clítoris por lo esdrújulo

De la vibración, entre la ípsilon

Y la iod, delicada de las estrellas

Gemidoras, música

y frenesí

de la Especie.

Pero además

vagina sagrada, punto G, punto

de la puntada torrencial del

qué se ama cuando se ama. Raro

arder aquí todavía.

Realista, minucioso en el secreto del goce con y sin ella, asimismo cuando escarba en el ser de su memoria, vivida y ensoñada, metafísica, como la que concede Wittgenstein al hombre en busca de su casa, he aquí a Gonzalo Rojas, de Lebu, el muchacho aquel que escucha que huele a su padre atravesando un río como la eternidad de la poesía, de su poesía entre los clásicos de la Biblioteca Ayacucho, grave y material, entre el sonido y el sentido de la sensualidad.

Luis Alberto Crespo     

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