Hoy es 1873, por la tarde. Caracas es distinta ahora en el vecindario de la Plaza Mayor. Dan las campanas del templo su santa armonía al aire. Gente de perifollo sigue al señor Obispo que viste su atavío de hombre del cielo, camino a la plazoleta, sita frente a los ventanales de la mansión de los Bolívar Palacios, a cumplir el oficio que manda la Iglesia para ungir con el baño del bautismo a un nuevo cristiano. El elegido es alguien de empingorotada cuna. Los padres del niño que no ha mucho ha nacido pertenecen a la rancia hidalguía de la ciudad y de la Provincia de Venezuela.
Afuera bulle la ciudad, sus cabalgaduras, sus coches de varia ostentación, los negros esclavos, algunos indios y seres del común. Perros recoletos compiten con los necesitados y los mendigos. Un bando de palomas cruza el cielo caraqueño que acaso anuncie en esos días la lluvia de la estación.
Ahí llega el concurso de los invitados a la ceremonia. Hace su entrada a la alta morada Don José Félix de Xerez y Aristiguieta, clérigo presbítero, doctor en las cosas celestes, Príncipe de la Cristiandad, seguido del señor conde, el señor marqués, el oidor, el señor mílite. Lo recibe el coronel Juan Vicente de Bolívar y Ponte, la mirada azul, el traje de aparato. Dibuja Rufino Blanco-Fombona, en estas sus ineludibles citas biográficas que seguimos de muy cerca, su postura delgada, alto, nariguda, altiva, “los labios apretados”.
Su cuarto hijo espera al lado de su madre, Doña Concepción Palacios y Blanco. ¿Cómo ha llamarse el infante, inquiere el presbítero. “Simón, Simón José Antonio”, responde su padre.
Lo que sigue permanece casi en blanco durante las confidencias de la historia. Se sabe, sí, que el niño recibirá un cuantioso vínculo en miles de duros que la muerte del padre, meses más tarde, abrumará tal buena nueva con la viudez de la madre y los crespones negros que entristecieron la casona de San Jacinto.
Mientras tanto el niño dase a mostrarle a los suyos el carácter de su primera infancia, sus maneras de inestable conducta, su rebeldía. No se tiene quieto,
“es respondón”. Tampoco recuerda a su difunto padre, quien muere cuando él cumplía apenas tres años.
Quien lo ha alimentado no serán los pechos maternos y no se sabe la razón. Acude una señora española, amiga predilecta de la madre, a la espera de que la esclava Hipólita dé a luz para que ceda su leche al recién nacido. El destino se encargará de reservarle a la esclava el prestigio de ser su segunda madre. Cuando sea Simón Bolívar, cuando el ananké de los griegos le ciña el título de Libertador, no olvidará nunca ese alimento de la negra esclava.
Por ahora ignora que carecerá de casa propia, bien que acaso lo presienta y se le quede bien adentro, mientras desarregla sus arrestos de chico incontrolable, díscolo. Sólo se tiene noticia de que sus primeros lugares adonde ha de dar rienda suelta a su instinto vehemente quedan en la cercana Plaza Mayor con la la compañía de su hermano Juan Vicente, la única amistad de que se tenga noticia de sus juegos y travesuras.
Un nuevo día luctuoso lo despertará bien temprano cuando cumpla los nueve años: ha muerto su madre. El muchacho (la confidencia histórica lo calla) debió dolerse sobremanera de esa desaparición, pero nadie por escrito daría testimonio de su congoja ni de sus lágrimas.
Sólo se conoce el curso de su carácter irrefrenable, al que pretende sofrenar el abuelo paterno y antes el licenciado Miguel José Sanz, hombre de leyes, tuerto, austero, designado por doña Concepción para que eduque aquel relámpago de ojos negrísimos que no atiende a ningún apaciguamiento.
Cautivo en esa casa conventual, solo, terriblemente solo, agraciado por la soledad de la casa y la delgadez de su contextura, intenta deslizarse entre los barrotes de su habitación por ganas de alcanzar la calle. Ha recibido con morisquetas al padre Andújar, elegido por los Sanz para que intente educarlo. Otras irreverencias, como la distracción, el desinterés, conocerán los nuevos instructores, como el joven Andrés Bello, casi de su misma edad, que ha intentado enseñarle geografía e historia.
Ahí va por la ciudad, al diestro del Licenciado, jinete en un asno. “Es un niño nulo”, lo califica en tanto reclama que nada hace para apurar al jumento a quien algún día el corcel de la guerra y de las paradas de la gloria le reserva el frenesí del caballo brioso y volandero.
¿A él, a ese niño sin virtudes, y nulo condenaba de tal guisa el moroso Licenciado Sanz quien luego de 1810 habría de ser el comandante de La Campaña Admirable, el autor de las encendidas proclamas y manifiestos, el de carta de Jamaica, el de la frondosa correspondencia, el hombre de estado, el del discurso de Angostura,pulsados con prosa culta, emocionada y lírica, como aquellas cartas de amor a Manuela Saez o el poema de su delirio sobre el Chimborazo?
¿Cuándo vio ante sí mientras tanto a Simón Rodríguez, su próximo educador? ¿Cómo comenzó ese entendimiento entre el maestro rousseauniano y el alumno incorregible? El capricho de la suposición acude a nosotros para inventar esta pregunta que formulara la desusada pedagogía de Rodríguez a su joven Simón: “¿Qué quieres hacer?” Y sin esperar respuestas se encaminaron al Avila, al Guaraira Repano, al riachuelo, a la cascada,a la pajarería, al follaje, al libre entretenimiento con la libertad y al enderezamiento del carácter. Educar, divulgaba cada vez Simón Rodríguez, “era crear voluntades”.
Cierta vez, en el malhado Pativilca, su discípulo, enfermo, vencido, el desaliño en su uniforme de “pequeño capitán” nerudiano, la espada huérfana de guerra, responderá a quien viéndolo en estado tan lamentable le preguntase qué pensaba hacer vencido como se hallaba e incontinente Bolívar le respondería, como si deletreara una de las enseñanzas de su maestro: “¡triunfar!”.
Jamás olvidará aquel adolescente las lecciones en la montaña y los ejercicios de templanza de su conducta que le regalra Simón Rodríguez. Cuando, más tarde, allá en el Perú, tendrá noticias del maestro errante a su regreso América, su discípulo le escribirá misiva memorable, llamándolo a su lado con dulzura y agradecimiento, oh mi maestro, oh mi Robinson.
Sin hogar vivió la infancia de Simón Bolívar que no fuera a ratos la casa de su nacimiento en San Jacinto y sin hogar transcurrió su destino o mientras sosegaba su furor de combatiente en lechos de fortuna.
La muerte le abrió una llaga bien temprano, la de la orfandad, la de su hermano y le puyó con dolor la del soldado abatido en plena heroicidad, como el disparo que le arrebatara la espada a Girardot y sobremanera la muerte de Sucre, en Barruecos y antes, mucho mucho antes, en los últimos días de su adolescencia, cuando la fiebre silenciara el pecho y el aliento de su esposa.
De nuevo, los griegos escribieron el decurso de su existencia gloriosa y amarga, el ananke, el hado, el destino: la desolladura viva que lo martirizaba entonces se cauterizaría en 1810 y lo esperó para que ensillara su caballo de Libertador, blandiera la espada de Taguanes, Bomboná y Carabobo y redactara su obra reflexiva y visionaria, su pensamiento anticonialista.
En verdad nunca tuvo casa propia, desde aquella de San Jacinto. Fue un solitario a pesar de sus amadas y de su Manuela. Regresó poco a Caracas. La última vez le escribó a uno de sus tíos que Caracas ya no existía, avizorando acaso ya la destrucción de su gran sueño. Hasta para morir le cedieron un lecho ajeno, una casa de hacienda, en San Pedro Alejandrino.
Hubo de morir, pues, en un lecho de desconsolado al saberse desconocido por su hazaña, destruido su ensueño más entrañable, el de La Gran Colombia.
Sí, es cierto, fue un errante en busca de patria, pero su patria real era América.
Fue su verdadera partida de nacimiento. Está en todas partes. Es decir, en nosotros, como ahora.
Luis Alberto Crespo