Ellos eran diversos por sus orígenes sociales y sus dones. Se juntaron en una muy varia inteligencia de gustos de escritura y disensos hegemónicos. Cada uno vino a nuestra historia nacional aviados de incontables virtudes, sobremanera literarias. Afuera, la oscuridad tuvo un nombre: Gómez. El país tenía miedo y callaba. En ese encuentro, la cultura los unía, pero más la lectura y la propia glosa creativa: la del ensueño y la idea, la invención individual y colectiva, el libro para sí y para el otro. Lo que sabían lo dieron conocer, sus meditaciones, sus fantasías.
Como eran coetáneos, el recuento memorioso los calificó de generación del 28. Hubo quien anidaba en sus ansias la de civilizar, la de enseñar, una nación. Fueron fundadores de ese entusiasmo colectivo, más instintivo que reflexivo, como fue el de la democracia, el de sus aciertos y sus faltas. Con igual esmero amaban la Ciencia. Algunos se aprestaban a ejercer la política. Venezuela comenzó así a aprender modernidad, 27 años después del medioevo gomecista. Ella vivía sin saberlo, ignoraba quién era. No pocos de esos jóvenes reunidos por las señas de identidad, sufrirían la ergástula y el destierro.
No vamos a señalarlos a todos, ni a sus oficios ni a sus pasiones. Nadie, hoy, los desconoce. Sería como desconocernos a nosotros mismos. Tampoco vamos a revelar sus logros y sus errores. Enseñaron en una escuela sin puertas ni ventanas un saber indistinto: Venezuela, como memoria y como emoción. Hubo poetas, narradores, ensayistas. En cierto modo eran maestros de escuela con los que aprendimos contemporaneidad, a ser de este mundo.
Ya es momento de nombrar a uno de ellos. Ejerció alguna vez la medicina. Vivió y padeció la guerra de España. No le bastó el ejercicio de la razón práctica, la lógica del diagnóstico: leía. Se llamó, se llamará para siempre, Isaac J. Pardo.
Cierta vez, le preguntó a sus hijos sobre Venezuela. ¿Quién era, quién había sido? No supieron responderle. Entonces dio a escribir un libro para mostrársela, un manual escolar, si se quiere o una biografía del nuestro ser nacional. Lo tituló Esta tierra de gracia, como nos llamara Colón al avistar a Macuro y probar las olas dulces del golfo de Cariaco donde desagua del Orinoco. Para ilustrar de una vez su amor sobre lo que escribía, su autor eligió por epígrafe un verso de El Cantar de los Cantares a fin de comparar la similitud sentimental que moviera al rey de reyes, cuando idealizaba a Zulamita, con la revelación que despierta nuestro encuentro con nosotros mismos:
Fuente de huertos,
pozo de aguas vivas
Quien no haya frecuentado aún esas páginas ha de andar largamente sin hallar el corazón de Venezuela., Así comenzó una escritura y una ética que nunca abandonará a Isaac J., como que al hacerlo cumplía el pacto amoroso por nuestra nación y nuestro país que inquietara a los del 28.
No se satisfizo Isaac J. Pardo en concluir Esta tierra de gracia. Se adentró más allá, mientras Venezuela andaba ya por el siglo XVI de las fundaciones de pueblos y la destrucción de otros; y con empeñosa paciencia glosó la lectura de una enormidad rimada de ciento cincuenta mil versos pulsados en octava reales, contento de hallar en ella su “quijotismo” y “una de las más descabelladas aventuras de la literatura universal”: Las elegías de varones ilustres de Indias, que así llamara a esa desmesura poética Juan de Castellanos, un clérigo venido de Alamis, de Sierra Morenal, es decir de Sevilla, acaso menos movido por las perlas de Cubagua que por anotar en versos el paso de colonizadores de este “nuevo mundo”, sus avatares, sus minucias, así como contar sus lugares, su jardinería, su animalancia y sus seres vivos y enterrados.
Tampoco distrajo Isaac J. Pardo su menester literario con sus achaques de servidor público, los cuales fueron muchos y bastantes: determinó retarse a sí mismo en la indagación del más insensato y magnífico sueño que hombre terrestre haya podido cometer alguna vez: la Utopía. Fuegos bajo el agua, la nominó el escritor, a cuya búsqueda agotó innúmeras páginas y aún no igual cuantía averiguadora, desde su noticia bíblica más antigua hasta la entonces actualísima perestroika, el último fracaso del sueño colectivo humano. Obra maestra esta que difundiera la Biblioteca Ayacucho en su colección clásica, prestigiada por el prólogo del filósofo Juan David García Bacca.
Todavía me parece escuchar a Isaac. J. Pardo referirme los pormenores de aquella determinación suya de escribir Esta tierra de Gracia para sus hijos. Después de su primigenia publicación hoy somos todos nosotros sus hijos en busca de esa utopía llena de ilusiones llamada Venezuela.
Con razón, Miguel Ángel Asturias, el creador de Hombres de maíz, no pudo menos de señalar en el prefacio una de sus muchas virtudes: “el libro del doctor Pardo adquiere un singular valor: recrea, enseña por su erudición y vale como antecedente para conocer mejor la tierra venezolana y aquilatar mejor a sus hombres”.
Luis Alberto Crespo