No se me olvida: él estaba ahí, ese muchacho de entonces, en algún rincón de la plaza, aventado por el hambre y la pobreza. El poblado trujillano ondulaba. Las montañas vestían de eneldo, de flor salvaje y de bosques sais que la niebla arrebujaba. Ramón Palomares seguía allí, en el recuerdo y me ofrecía su mirada oscura, acaso la misma de esa mañana aterida de su escapada desde la casa materna a los bancos de Escuque, cuando su tía y madrina Polimnia Sánchez de Ostos lo avistó, tal como ahora, la boca dura, la pupila del tordo mirlo y las manos amarradas al frío y al estómago famélico. Sí, era el mismo, sólo que ahora era el autor de Paisano y de Adiós a Escuque ahora era el poeta de la dulzura en el canto, la loa a lo perfumoso, el silbo y el musgo que vive en lo secreto y musita, perdido en los ramajes barbudos, como el toche, el pájaro de más adentro del hombre íngrimo y pregona en uno su música como la nostalgia, que André Gide, bien lejos de aquí, aseguraba que era la recaída de un fervor.
Quieto, la mirada como palabra silenciosa, como verbo único, Ramón Palomares me confiaba su ayer lastimado por la pobrecía con que lo mordiera la infancia y luego su camino Venezuela abajo, tras los pasos de su tía y maestra de escuela de nombre griego.
La historia de su destino abunda en la biografía literaria, en el largo nombramiento de su valía lírica, pero quien cede a mi veneración ocupa con largueza la eternidad donde ahora fulge, nomás memorizamos su obra poética, su decir hablado, tomado al desgaire del idioma labriego, ese ay del hombre vestido de tierra, su pesar en un país sometido al viento frío, a la bruma de los ventisqueros. Tomando del hondón verde de las serranías, del humo del hogar y de la uña de la acémila, muy en lo sumido del ser que puebla esos aledaños encaramados, el poeta que espera por satisfacer mi curiosidad, retoma su confidencia con su vida de montañés a la que orna con la estética de una sabiduría literaria, nutrida del viejo castellano y del siglo de oro, abrevada en la región, en su oralidad.
Transitar a lo largo de sus libros exige del lector cumplir hábito de pureza, obedecer a la ternura, practicar el encantamiento por todo lo naciente, como lo que aspira a lo sublime, como el rocío, por caso, con nombre de sortija o la queja cuando esquiva su grisalla para exultar la celebración del infinitamente perpetuo.
Huelga dar recado de la celebridad de sus creaciones: hoy es vasta y perenne. Trata de una poesía ahincada en lo antiguo, en el primer asombro frente a lo real, ingenua, inocente, dicha, en suma. Un día, un día como estos, allá en los altos pasos de las montañas donde naciera y aceptó que su corazón se detuviera, mientras la eternidad que conociera sobre la tierra le servía de viático para proseguir por siempre en lo inmarcesible.
Luis Alberto Crespo