Que sus huesos fueran enterrados en el valle de Medellín quiso Jorge Isaac. Allí han de permanecer, acaso más solos que el bujío, el ave portador de desventuras que suele revolotear sobre las tumbas, pero el recuerdo de su único y triste libro (dice también la edulcorada crítica bogotana que escribió piezas de teatro, apenas una de ellas editada) es frecuentado por los sentimentales de siempre. Ya sabemos de qué trata: de María, una huérfana epiléptica, que muy pronto, andando las páginas de la breve novela, es adornada por su inventor con lucidos vestidos, untada con aromas muchos, los de su piel misma y el relente de una naturaleza que transita con el viento el valle del Cauca, donde ha de ocurrir la muy pronta desolación de un corazón atribulado por la muerte de la muchacha, casi hermana de Efraín, el personaje doliente y el que refiere esta desgracia, desde que hace su visita la muerte de la huérfana y de su padre, un judío converso y habita el vasto latifundio en el que han de transcurrir los pormenores de este asunto crepuscular y sombrío, entre la cacería de un tigre, algunos perros destrozados por la fiera, las perdices abatidas por el fusil del que refiere página a página el ardimiento amoroso que siente por la enferma y casi hermana, la muy frágil y blanca María, blanca como la raza de los dueños de esas desmesuradas posesiones donde los esclavos no sienten nunca su condición de serviles, ni aún los manumisos; y son ellos o las otras vidas de baja condición social los que logran alcanzar el amor que le es negado a muy pálida doliente y a su encumbrado suspirante.
Desde las primeras páginas se oyen por los pedregosos senderos de la hacienda los chispeantes cascos del caballo retinto de Efraín camino al socorro del doctor que amaine los malestares de su padre, dueños de vidas y de tierra y más tarde el sorpresivo ataque epiléptico de María; pero Isaac consigue que convivan, con esa frecuente tristura, el ave, la floresta, el espacio geórgico, el vivir de comedor y de vanas confidencias de salón y fervor de iglesia. Son esas astucias del narrador las que anuncian sin demora la tiniebla que ha de ensombrecer a la familia y sobremanera a Efraín que no logra ver morir a su amada, la novia de tan castísimo juntamiento, y ha de regresar precipitadamente de Europa sobre el lomo de su retinto para recibir la infausta noticia.
Es esta pues la anécdota que entretiene desde finales del siglo diecinueve a los desocupados lectores de la narrativa sentimental y a los asiduos de las telenovelas. Pero otras virtudes justifican la perennidad de que goza la novela: la bella prosa, los ratos que la distraen del asunto principal en las descripciones del follaje, la bulla del trino y de las corrientes, tributo del modo de ser del romanticismo, de que Isaac cumplido obediente, así en la prosa como en el verso, las alusiones a Chateaubriand y la intromisión de la copia de una historia oriental donde sucede un infortunio amoroso, presagio del que ensombrecerá para siempre a Efraín y los habitantes del latifundio.
Mas es la aparición de un ave negra (¿el cuervo de Poe?) en el curso de este desconsuelo lo que hace que la novela cobre un giro que interrumpe la llorosa y color rosa narración que agobia sus páginas. Un pájaro de la tiniebla roza con sus alas la frente del dolido Efraín cada vez que la sentencia fatal persigue a María o que un acervo presentimiento sorprende su devenir. Isaacs quiere que el compungido amoroso, antes de abandonar la loza mortuoria, ya puesto sobre su caballo y con la compañía de su servicial Braulio sufre de nuevo la presencia de aquella ave negra de las páginas de hacía un rato cuando pasa sobre sus cabezas y da “un graznido siniestro y conocido por mí e interrumpió nuestra despedida: la vi volar hacia la cruz de hierro y posada ya en uno de sus brazos, aleteó repitiendo su espantoso canto, su never more.
Es así cómo el sentimentalismo narrativo de ese amor blanco, de ese amor casto, se entenebra, como la noche de José Asunción Silva, como La amada inmóvil de Nervo, la esposa de Maitín de El Canto Fúnebre y el graznido del cuervo de Poe, para beneficio del ineludible recuerdo que dispensamos a esta obra cuando siglo XIX literario agonizaba, herencia de sus grandes románticos.
Luis Alberto Crespo