La amada infiel de César Dávila Andrade

Estuvo con nosotros. Fue íntimo de nuestras noches. Venía del Ecuador. Siempre. Solo. Miraba hacia adentro. Su verdadera intimidad fue la calle. El confidente el vino. La copa roja. La poesía lo amaba. Fue su verdadera nostalgia, su boca y su pecho.

La prosa con la cual nos deslumbraba, lo conto entre los memorables de la ficción, pero creo que su verdadera creación fue la aflicción, su insomnio.

Vivió con ella en una inencontrable habitación de Pinto a Viento, donde Caracas insistía esconderse de la modernidad.

Vivió, así, entonces, oculto tras cierta tristeza de ojos grandes, después de sus anteojos nocturnos.

Atendió a las exigencias del neuroromanticismo; obedeció al entresueño de los surrealistas, pero más al telurismo nerudiano y al legado de los viejos dioses, precolombino de Miguel Ángel Asturias y del Popol Vuh con su obra maestra Boletín y Elegías de Mitas, por la invención de un lenguaje, préstamo y fantasía del idioma del hombre americano originario de su tierra ecuatoriana:

“Yo soy juan Atanpam, Blas Llaguarcos, Bernabe Ladiña,

Andrés Chabla Guamancela, Pablo Pumacuri,

Marcos Lema, Gaspar Tamayco, Sebastian Caxicondor,

Nací y agonicé en Chorlavi, Chamanaz, Tanlaguan,

Neblí. Sí, mucho agonice en Chisingue,

Naxiche, Guanbayna, Paoló Cotopilaló,

Sudor de sangre tuve en Caxají, Chamanal, Tanlagua,

En Cicalpa, Licto, y Conrogal, padecí: todo el cristo de mi raza en Tixan, en Saucay,

En Molleturo, en Cojitambo, en Tovatela y Zhoray,

Añadí así, mas blancura y dolor a la cruz que trujeron mis mendigos”.

De su vida y su lenguaje escribió tanto en sentimiento como en sabiduría. Alguien de su sangre y de su admiración, Jorge Ávila Vásquez, escribió el prefacio de la colección Clásica de la Biblioteca Ayacucho, Poesía Narrativa Clásica.

El realismo, el naturalismo, anduvo con él de la mano y del imaginario. No es posible delimitar las fronteras literarias por donde anduvo, entre la anécdota y la lírica.

Fue un memorioso de la melancolía, de allí esa mirada suya detrás de sus lentes y las secretas pulsaciones que uno le adivinaba escondidas en su corbata.

Dejaba hablar a sus amigos mientras les respondía con su mutismo o su voz pequeñita.

Esa fue su conducta y de ese modo de alejaba. No se sabe dónde, de alguna esquina a su habitación. Acaso su soledad no le fue fiel y se acercó a reclamársela frente al espejo. Tomo una hojilla y busco el latido de su vena en el cuello.

Pero siguió llamándose César Dávila Andrade. Nadie o pocos saben por qué le decían el Faquir. La vez que terminó con él lo comprueba: quiso siempre vivir sobre le filo de sí mismo.

Luis Alberto Crespo

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