De aquel joven caraqueño, formado en la crianza de las bibliotecas, el aula, el piano, las buenas maneras que mandara a cumplir el Manual de Carreño y mordido en carne viva por el repetido destierro a que lo castigara el caudillismo guzmancista por su fervor monaguense, sólo hubo, aquella mañana de marzo de 1870, la pesarosa despedida de los suyos en el puerto de la Guaira y la mano en alto como un pañuelo a su adiós a las revistas político-literarias, las piezas satíricas, la contienda estética del soneto y la redondilla, el antifaz de los seudónimos y el imperdonable fervor a José Tadeo Monagas y a su hijo José Ruperto.
Dice Ernest A. Jhonson Jr. en su libro Juan Antonio Pérez Bonalde, los años de formación, documentos 1864-1870, que mientras registraba en los papeles que daban cuenta de la inquieta vida literaria y banderiza del poeta de Vuelta a la patria, a éste lo trabajaba (el día de su alejamiento de Venezuela) la desilusión que le causaran, a más de la sangrienta refriega de uno de los Monagas (Domingo) el 14 de marzo de 1869, el triunfo electoral de Antonio Guzmán Blanco y la muerte de la Revolución Azul, de la que fuera obediente colaborador lírico y fablistán de la causa monaguense (José Ruperto Monagas era su amigo y su padre edecán del dos veces Presidente de Venezuela, el General José Tadeo Monagas, :La Primera Lanza de Oriente en la guerra de Bolívar.
¿Adónde iba el desterrado? Nueva York le prometía sobremanera oficio indistinto con sus agencias de negocio en menoscabo de los placeres del ocio literario, que había probado con largueza en su país durante los días del régimen del mariscal Falcón y de los Monagas de fértil familia presidencialista. Diecinueve años retardaron su exilio en la isla de Whitman como empleado de una firma comercial que le prometía viajar por el mundo y probar sus dones de políglota, de que fuera demostración mucha y bastante la excelencia sus traducciones, como la del Cancionero de Heine.
En la ciudad de hierro conocería a José Martí quien rindiera loas a su poema al Niágara; y en sus tabernas libaría el licor ardiente con los expatriados -como él- del guzmanato. No sabemos cuándo y cuántas veces aspiró el humo del hachíff ni qué determinación lo esmeró en amenazar con la esgrima. Sólo es dable seguirlo en su disciplina vivencial romántica (la tiniebla y la luna, el abismo, el ave nocturna, la catarata, la centella, las ruinas, la amada o lo amado, en la búsqueda de lo sublime) y la exigente versificación de prolongado motivo.
De esas excelencias en la traslación de la poesía de una a otra lengua es El cuervo, cuando “una fosca medianoche” oyó a Poe en sus oídos y en su genio transfigurador logrando una versión tan feliz como si de su propia autoría se tratara. La justicia literaria le concedería la gloria de compartir con el insomne y ebrio poeta bostoniano del horror y la melancolía la doble creación del poema. No pocas veces hubo Pérez Bonalde de dar reiteradas muestras de esas logradas mudanzas de la poesía de otras voces a su idioma de poeta romántico, precursor de ese culto que fuera entre nosotros en un tiempo cuando el modernismo reclamaba un lugar de alto sitial en el privilegio de la belleza y sus ornatos.
Cuando ya desmaya el desmesurado tiempo guzmancista, cuando el “ilustre americano” se fastidia de su propia idolatría y cede su caudillismo, Juan Antonio Pérez Bonalde regresa a Caracas. La madre ha muerto, sin que se le concediera la piedad de acompañarla hasta la fosa de la nada y la llaga de la herida que le infligiera la desaparición de su hija (“Flor se llamaba, flor era ella”) lo inclinaba del lado que más duele, el poeta tomó del cerro del Ávila una flor amarilla del camino para depositarla en la huesa de Gregoria Pereyra y en lo alto del poema Vuelta a la patria, que la llora.
La Biblioteca Ayacucho quiso rendir tributo al primer poeta romántico de Venezuela con la edición del gran canto donde el adiós del regreso en busca de la muerte de la madre concita así mismo la evocación de la tierra venezolana, del añoro de su geografía y del arraigo a su historia y al ser único y común que explica su destino. Tal edición es igualmente promesa de la casa editora de ofrecer a los lectores de la literatura nacional y latinoamericana un volumen de la poesía de Juan Antonio Pérez Bonalde en la prestigiosa Colección de los Clásicos. Dicha deuda no tardará en cumplirse. Será la venida sin adiós de quien reclamara el abrazo de la tierra materna para confundirse con ella más allá de la vida misma.
Luis Alberto Crespo