No pudo avizorar nunca aquel grave joven de veintinueve años que su viaje al imperio británico, junto a Simón Bolívar y López Méndez, en busca de legitimar la rebelión de 1810, sería un adiós sin retorno a su Caracas. La espera de ese regreso duraría diecinueve años de pobreza y escorbuto entre lecciones privadas de español y francés, frecuentaciones en las bibliotecas, la escritura de la prosa reflexiva y la del verso y el insaciable fervor por el saber universal; en tanto que allá, en la Plaza Mayor y en el sede de la Junta de los independentistas Roscio y los suyos se aprestaban a proclamar el l9 de abril y desatar, con Miranda generalísimo a la cabeza y su infortunio, el comienzo de la Guerra de Independencia entre la fundación y las ruinas de repúblicas, el terrible decreto de guerra a muerte, el atentado del Rincón de los Toros, la turbamulta bovera, el desastre de la batalla de La Puerta, el holocausto de La Victoria, el ajusticiamiento de Piar, el general invicto y traidor, la Creación de la utopía grancolombiana y su resquebrajamiento, la hipocresía paecista y bajo la Venezuela fragmentada por la Cosiata y durante un tiempo de caudillos con charretera de alpargatas y civiles terratenientes de pumpa y levita, la rabia campesina avivada por Zamora y su ejército iracundo y justiciero.
Sabía -eso sí- Andrés Bello, comisionado de la Junta caraqueña, suerte de figura diplomática, que su presencia en su tierra, asolada por Boves, Monteverde y Morillo y una soberanía continental conseguida en Carabobo y absoluta en Ayacucho, sufría llena de cicatrices, intentonas, zafarranchos, mal podían reservarle presencia válida y proba a quien usaba por armas las ideas y la enseñanza de una nueva civilización, cultivada en el estudio y la meditación, la tranquilidad que reclamaba la paz pública, interrumpida por no pocos afrontamientos de montoneras.
Una carta enviada a su madre a comienzos de su alejamiento de Venezuela disuade a quienes les arrostran aún su fementida indiferencia hacia la patria. Dice así: “Es indudable el ansia que te se agravaría durante su atardecer chileno (moriría en 1865) cuando versificara lloroso su extrañamiento de la de su juventud del curso virgiliano del Anauco y del Fabio horaciano bajo la ceiba centenaria, a más la elegíaca pregunta por sus amigos muertos de su última adolescencia.
Lejos, en Londres, ocurriría su ahincado afán de educador, la escritura de sus Silvas, el poema independentista y bolivariano de la Alocución a la poesía y el del reclamo de la resurrección de los campos de La agricultura la zona tórrida, empurpurada por la lanza, la pólvora y harapienta. Pronto recibiría la invitación de Chile, ávido de civilización, de soberanía. Así llegó, sin ninguna pompa, la mueca de muchos y el escaso gesto de agrado de algunos, presto a fundar una sociedad de académicos universitarios, suscribir el código civil, las leyes todas, la administración, la historia, el periodismo, la literatura, la poesía, la cultura y su absoluto.
Fue primero educador, más tarde maestro, creador de la Universidad y regenerador de la sociedad chilena. Lo que supo lo ofreció a manos llenas. Pero no le bastó el aula, el pizarrón: laboró otra obra maestra: la Gramática de la lengua Castellana destinada al uso de los Americanos, la mayor creación de soberanía lingüística de que se tenga noticia, la otra gesta independentista bolivariana que moviera a Pedro Henrique Ureña y a Alfonzo Reyes a calificar a Andrés como el libertador intelectual de nuestra América.
El otro errante, Simón Rodríguez, Samuel Robinson, fundaría las escuelas públicas, las de los ciudadanos, las de los pueblos hijos del soldado, el obrero y el campesino. Menos austero que Bello, acaso menos académico, menos universitario, el también maestro de Bolívar, celebran hoy, indistintamente, día del maestro, su desvelo por la enseñanza, el humanismo, la ananké, el destino de la nacionalidad como patria universal del hombre de hoy y de siempre.
Luis Alberto Crespo