Simón Rodríguez: El maestro de un solo alumno y una escuela inmurable

“Si Bolívar lo supiera”, volvió a conjeturar cuando el General Juan José Flores (de Puerto Cabello, al lado de Sucre en la guerra y luego Presidente de Ecuador) quiso expresar largueza en su piedad por el menesteroso y le encargó que vigilara una mina de su propiedad, sin parar mientes en su desocupada pasión de educador de los niños de este mundo, ni en la gloria que a ratos lo asistiera de haberle dado clases al Libertador del Mediodía de América y tallado su destino al modo griego: a mármol vivo. En verdad poco le importaba el ejercer ningún oficio, por más inane que este fuera. Había sido cajista en alguna imprenta de Baltimore, en verdad lo más cercano a los achaques de la escritura.

No sería la única vez que el errante caraqueño arrastraba la tenaz desautorización de sus dones pedagógicos y la rubricó en una misiva: “Por querer enseñar más de lo que todos aprenden, pocos me han entendido, muchos me han despreciado y algunos se han tomado el trabajo de perseguirme”.

Bolívar tenía dieciocho años sin volverlo a ver. Desde Lima le avisaron que se hallaba en Bogotá y se apuró a escribirle al avieso Santander: dele dinero para que viaje hasta aquí. No se preocupe, yo se lo devuelvo. Claro está, no lo suscribió de esta guisa, pero es dable entender, tratándose de un personaje de esa calaña, que tras la retórica epistolar de entonces pudiera colarse nuestra intromisión gramatical en alguien que enjoyara tanto su prosa.  “¡Yo amo a este hombre con locura!”, “Yo sería feliz si lo tuviera a mi lado”, “el es todo parta mí”, “es un maestro que enseña divirtiendo”, ilustró a la frialdad uniformada de Santander.

Pero el hado de la incomprensión le sería fiel. Fue cajista en alguna imprenta de Baltimore. En Chuquisaca el Mariscal Sucre no lograría entender su iconoclasta sistema educativo. ¿Ocurría lo mismo en las aulas de Rusia, Polonia, Inglaterra, Francia, donde lograra abrir escuelas?  Su patria no tuvo nunca techo estable y menos duradero. Veinte años anduvo por Europa de viandante y oferente de su desusado modo de enseñar obediente a la doctrina de Rousseau. En un uno de sus altos se encontró con el joven Bolívar parisiense. Ya sabemos lo que seguiría.

Tampoco quiso regresar nunca a Caracas. El Libertador ensayó regresar con él a Venezuela, sin fortuna.  Soublette reclamaría inútilmente su presencia en las escuelas de su crepuscular gobierno. Parece que lo oyéramos cuando en cierto arrebato de su espinosa franqueza sentenciara: “ya estoy cansado de verme despreciar por mis paisanos”. Alguna vez, antes de decirle adiós para siempre a la esquina de Luneta, donde se criara como expósito, vecino de aquel silencioso muchacho meditabundo que fuera Andrés Bello, logró librarse de la soga por conspirar con Picornel y Gual y España.

El porvenir no desmayó en asediarlo con insania.  Cuando determinó regresar a la América bolivariana lo acompañaría otra jauría pálida: el dolor en los intestinos, de que lo sanara la muerte en el caserío de Amotape. Soportó, con todo, los viajes en mula y el soroche por los ventisqueros de Ayacucho; intercambió su soledad en Paita con la de Manuela Saenz; vendió un rato -el tiempo de fracasar- velas de sebo en Valparaíso y escribió en las puertas de la bodega donde las expendía, como Séneca y no como Socrates, con quien El Libertador gustaba compararlo: “luces y virtudes americanas. Esto es, velas de sebo, paciencia, jabón, resignación, cola fuerte, amor al trabajo”.

“Andariego infatigable, llegará a la casa de la muerte todavía hechizado”, lo evoca admirable y exhaustivamente el biógrafo y catedrático Alfonso Rumazo González en su historia de Simón Rodríguez maestro de América, dada a conocer por la Biblioteca Ayacucho.

 Y escribía y escribía y colmó con ella dos agobiados baúles que le anduvieron al diestro durante su desmesurada trashumancia hasta que se chamuscaron en algún reducto colombiano, en una prosa interrumpida por paréntesis, corchetes, versos libres, remedo de estela china o de epitafios, (la Biblioteca Ayacucho daría a conocer parte de ella en su Colección Clásica bajo el título de Sociedades Americanas, prologada por el filósofo J.A. García Bacca) donde con minucia explica su filosofía educativa y su meditación sobre la invención de una República que fuera trasunto del ideario político de su discípulo, al que acudiera más tarde, (muerto éste)  a socorrerlo, como si no hubiera bastado aquella burla que lo castigara por las calles de su definitivo viaje a la asfixia en San Pedro Alejandrino, en la que denostaban de su enteca apariencia gritándole “¡alfeñique!” a su paso por las esquinas de su crepúsculo.

Como si aquella santanderina defenestración no bastara.

Entonces le respondió a la canalla mediática de entonces que con escritura de vitriolo le lanzara esputos de vejámenes sin cuento escribiendo su defensa a El Libertador del Mediodía de América y sus compañeros de armas, defendidos por un amigo de la causa social.  

Tal basural de hoja suelta y de página de lectura pública (Bolívar mismo no llegaría a leerla y menos la airada defensa de su maestro) de no haberse topado durante la diligencia que el investigador y escritor Nelson Chávez emprendiera registrando en los archivos de América del Sur tras la búsqueda de la obra extraviada y escondida de Simón Rodríguez cuya ignorada confidencia publicara no ha mucho la Biblioteca Ayacucho.

El propio difusor del pestífero bagaje, en tanto perseguía manuscritos del maestro de Bolívar por ciudades y pueblos, supo que sus restos, llevados con merecida pompa al Panteón Nacional, eran apócrifos: alguien dijo que pertenecían a una dama; otros, los más avisados, le aseguraron, en la habitación, donde sucumbiera una noche de 28 de octubre de l854, que eran “de un señor que le decían…Facundo. ¡El cholo Facundo!”. La minucia de ese hallazgo de Nelson Chávez Herrera ha sido publicada por el Fondo Editorial Fundarte de la Alcaldía de Caracas. No leerla sería una insensatez.

¿Habrá regresado finalmente a su tierra el Sócrates caraqueño (como lo privilegiara Bolívar), el maestro del alumno único y de la escuela innumerable? Si el alma es verdad ésta habría protestado: la patria de Simón Rodríguez no es ninguna fosa, somos nosotros… y hasta sus huesos.

 

Luis Alberto Crespo

 

 

 

 

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