Hernando Domínguez Camargo: Dios con los pies de barro

¿Quién refiere a estas horas con minucia bastante la vida de este poeta jesuita colombiano del siglo XVII mientras la poesía deserta de la rima y de sus cercos versificadores, la cual agotara ya muy lejos de ese tiempo Juan de Castellanos en su oceánica Elegía de varones ilustres, menos para celebrar sus escasos logros líricos  que por beneficiarnos del frondosísimo recuento en octavas reales  de la noticia, su larga, larguísima noticia, sobre nuestra América sojuzgada por Carlos y Felipe?

Décadas cumplía ya presencia la obra de Castellanos en la lectura de su desmesurada añoranza cuando el presbítero de La Compañía de Jesús cediera su también  verbosa  versificación de cantos y de himnos en la que, sin embargo, compensa su rebuscamiento gongorina con no pocos hallazgos estéticos rimados, bien que dolidos con tropiezos de torpe fantasía y descuidados motivos, cuando no burdos o sordos, el palabrerío callejero y vocinglero de poca gracia.

¿Por qué entonces este tan alegado reclamo de perpetuidad reclamada por la literatura colombiana y más allá para que no sucumba en la papelería del olvido la poesía de jesuita que decimos´? Habría que empezar por su aporte a la escritura barroca, a su obediencia al estilo gongorino, de que fuera adelantado practicante, mas también porque ella acusa una desusada audacia y hasta atrevimiento ante los votos de castidad, amordazada sensualidad, sojuzgado gozo mundano, de que fuera carcelero cerrojo el comportamiento de los enviados de Cristo del jesuitismo.

El cura Domínguez Camargo, hijo de buena cuna, criado y alimentado  en el boato, oligarca en suma, en nada clemente con el indígena de las encomiendas del campo de concentración y  menos del negro marcado con hierro ardiente en la nuca; el cura Domínguez Camargo que nombramos, no sintió nunca que su estro de fabbro animara sus himnos y sus rimas para al menos protestar por tales ignominias, como lo hiciera su íntimo de afectos y vecino de vivencia el también cura y misionero Pedro Claver, el llamado Santo de los Esclavos, a quien ni siquiera nombrara durante su estadía terrenal.

No, no lo menciona, como tampoco aquellos actos vejatorios de la condición humana tan usuales en el gobierno del Virreinato de Santa Fe. No, porque él, jesuita de la Compañía loyaltarra legitimaba el gobierno del Virreinato, del que formaba hueste y asimismo su misma estirpe de ennoblecido por su sangre de bien quisto, consintió en presidir con orgullo las maldades del Santo Oficio, la terrible Inquisición, la casa de la tortura de la Iglesia de entonces.

Acaso ese rendimiento suyo a la práctica del garrote vil, el instrumento del potro, tal vez el peor de los inventos del dolor, o las mordeduras del alicate a los genitales fueron lenitivos para reintegrarlo a la Compañía, después de haber sido expulsado por no pocas acusaciones pecaminosas del deseo y su prurito del  latrocinio. Acaso tal incomprensible perdón del Provincial de la Orden debiose a la escasez de sacerdotes de que adolecía el curato de Santa Fe, Gachetá, Turnequé y Tunja o también a su Canto Heroico a San Ignacio de Loyola, El Padrecito de los Pueblos de La Compañía.

Fue -observa el prologuista Giovanni Meo Zilio en su detenida y bien averiguada lectura de la obra poética de Hernando Domínguez Camargo, ofrecida entre los clásicos de la Biblioteca Ayacucho– poeta del barroco colombiano y del Continente,  “pasional, envenenado y violento, agresivo e implacable, con un vocabulario plebeyo”.

Que Orfeo, el que amansa a las bestias más fieras en nombre de la poesía que todo perdona, lo reciba entre sus privilegiados del canto con dulzura.

Luis Alberto Crespo

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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