José Eustasio Rivera era de Neiva, como cualquier hijo de vecino, antes de inventar su eternidad y ponerle punto final a La Vorágine. Sí, era de ese villorrio que orilla el Magdalena, pero también de Aguascalientes, acaso porque el curso del río arde en sus orillas. El monte, la vegetación, agobiante, fue su infancia, lo duro, el sofoco, el eterno mediodía en todo y desde temprano. Por allí, por esos matorrales y esa canícula tenaz pasaban los caucheros, los cuchilleros del árbol que los aborígenes llaman el tallo que llora, el cauchu. Se mostraban heridos de lianas, de mordeduras de espinas y reptiles, afiebrados de paludismo, ex hombres de mal entraña. Venían del tigre, de la víbora macagua, del pez piraña, algunos con la piel hecha jirones entre los dientes de la manigua y podridos por la malaria.
Y él, el muchacho que fue José Eustasio Rivera, padecía ya, sin saberlo, la selva de Atabapo y el Nirída que lo esperaban, algún día, recién abogado, en los cuchitriles de Casanare, la tierra de casco de caballo y trillo de res, mientras a un tal Luis Francisco Zapata le refería los pormenores de la temporada en el infierno de aquellos esqueletos vivientes, expulsados de la selva, que habían alcanzado la llanura para tratar de ser humanos.
No es tiempo de referir el devenir del escritor de un libro único (que no fuera también el de un legajo de sonetos modernistas) porque la selva lo espera pronto para sumirlo, después del Orinoco, más allá del Guaviare, del Temi y el Atabapo de aguas enlutadas, justo el tiempo de permitirle pergeñar la primera página de La Vorágine su carta de presentación a las puertas de la gehena: “Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la violencia”. No tardaría mucho la torva promesa de ese sentimiento en propiciarle sus arrebatos caníbales (el bejuco patibulario, la hormiga veinticuatro y su apurado veneno y la araña mona, “terror de todas las fieras”, anotaría Gallegos en Canaima) y el gusto a hambre y a lo insoportable.
Página a página, sin prisa, como el infierno del Dante, la selva preparaba su anaconda, su pez carnívoro, su enjambre de bichos, su gangrena, la agonía y lo ominoso, justo al lado de la flor salvaje y al plumaje del ave del paraíso. El novelista, la pistola, al cinto, el puñal en el costado, y en su porsiacaso de lona los recados de los borradores de la novela aún imposible, gira entre los asaltos de las lianas, la torrentera de Guaharibos, el junco final, a aquella asquerosidad viviente de cierto Millán y los harapos de su ser purulento camino a los gusanos.
¿Quién anda ahí que no fuera el ser carcomido por la llaga, la infección, la fetidez de la carne o el del demente homicida o la demencia simple? ¿qué vida vinieron a buscar estos hambrientos de la ambición, famélicos de sus engaños, enloquecidos por su mosquito, su plaga negra?
Mientras avanza por esta tierra de horror el lector ha olvidado la mal oculta trama de su anécdota. Todo ocurre en una prosa que no atiende a otro género que no sea el de la escritura apocalíptica, el poema de la desesperación y la alucinación. El “yo acuso” que prepara Arturo Cova, el relator de este fin de mundo, su protesta contra la falsía de la Empresa que ha comprado a estos condenados al caos de una caminata abisal, ese libelo judicial que suscribe Cova, esa realidad banal de la ley, nada vale frente a la devoración selvática de la novela o la narración rimbaldiana de una nueva temporada en el infierno.
El poeta José Juan Tablada imagina a José Eustasio Rivera en una cama de hospital neuyorquino, un día de 1929, cuando ya, después de su regreso de la selva y mientras se contentaba con el largo nombramiento que le causara su obra solitaria, agonizaba, acaso pasto de una venganza enigmática; y escribió esto: “La muerte de Rivera fue una venganza de la selva; fue una flecha envenenada que atravesó volando el Continente y vino a herirlo a Nueva York”.
Extraña muerte. ¡Cuánta vida le causó esa puya aborigen! Hoy es 1924 desde las primeras páginas, una y otra vez, una y otra vez: “Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la violencia”.
Ella no le da sosiego. Toda belleza es terrible.
Luis Alberto Crespo